La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Era urgente guardar silencio, alcalde
Los campos mejoran con la lluvia. Pero pocas ciudades lo hacen. La gente le tiene aversión. A Juan Pablo II le encantaba la lluvia romana que obligaba a celebrar en el interior de San Pedro. Es una bendición de Dios, decía pocos años antes de morir aquel sábado por la tarde. A Sevilla le sienta la lluvia como un traje a medida. Brilla más, reluce más cuando escampa en esta primavera de mayo para después volver a llover. La buena arquitectura se realza con la lluvia. Tiene mala fama, pero la lluvia es a la piedra lo que el betún a la piel de los zapatos. Fíjense en la Catedral cuando llueve, que parece más monumental si cabe mientras usted respira mejor el aire que viene del río por la Puerta de Jerez y de los jardines del Alcázar por Fray Ceferino. El Archivo de Indias, en su atalaya, más bello, más austero en sus líneas, más limpio.
La lluvia acentúa la belleza, barre las calles de cochambre, es saludable en tiempos de pandemia porque actúa como alguacil que despeja las plazas. Y ya es de premio tener un lugar desde el que simplemente presenciar cómo cae la lluvia, cómo impacta en los adoquines para después ofrecerles ese beso lento del agua derramada que busca su curso natural. La gente huye de los días de lluvia, pero si no traen vientos fuertes pueden ser una verdadera delicia si se saben aprovechar desde una buena tribuna. Ves la lluvia desde los ventanales de un hotel y descubres una ciudad nueva, pero es que si pruebas a hacerlo en Sevilla también puedes descubrir nuevas perspectivas, las alturas de muchos edificios en los que nunca te habías fijado, la energía de las gárgolas de la Catedral escupiendo el agua en el firme de las losas de Tarifa, el encanto de un refugio improvisado en el Arquillo, en el Arco del Postigo, en la entrada principal del Ayuntamiento, en los soportales de Alemanes, Imagen o República Argentina.
La lluvia nos obliga a pararnos y a mirar en una ciudad que es aliada de los paisajes lluviosos por mucho que sólo encuentre trovadores en primavera. Las grandes ciudades son como el campo: ganan con la lluvia. Nada más placentero que ver el Guadalquivir pespunteado por la lluvia, que parece bordar sus aguas camino de Sanlúcar. No desprecien los días de lluvia. Son mucho más que atascos e incomodidades, son la belleza natural que nos es regalada en una ciudad que pese a su transformación mantiene valores únicos que la hacen distinta. Pocas ciudades brillan con la lluvia y florecen tras ella. Sevilla huele a campo cuando llueve y exhibe sus hermosas entrañas de monumentos y piedra.
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