
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La hora de Mazón
La ciudad y los días
El sufrimiento extremo y la muerte imponen un presente absoluto, sin posibilidad de mañana, que borra a la vez el pasado y el futuro; un radical aquí y ahora cerrado en sí mismo, sin salida. No hay recuerdos, no hay expectativas. Solo existe la dolorosa inmensidad de este instante borrándolo todo y la impenetrabilidad de la muerte. Es un sentimiento compartido por creyentes y no creyentes. Para los primeros, si tienen la gracia de serlo verdadera y hondamente, es un eclipse momentáneo, como el que se produjo cuando Jesús expiró, tras el que alumbra el sol de la resurrección. Este instante sin horizonte, de absoluto desvalimiento, de dolor sin consuelo, de total abandono a la muerte, incluso de momentánea ocultación de Dios, solo está representado en dos imágenes sevillanas: la Amargura y Fundación.
Ninguna dolorosa invoca desde lo más hondo del mayor dolor que un ser humano pueda sufrir –ver morir a su hijo, y de forma tan humillante y cruenta– a un Dios que parece haberlos abandonado. La Amargura es el “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”, a la vez oración y queja desesperada, de María. Ningún crucificado se desploma de forma tan desgarradoramente trágica, tan absolutamente muerto, como lo hace el Cristo de la Fundación, oficio de tinieblas esculpido, última vela del tenebrario apagada, áspero lamento de carracas. Lo esculpió Andrés de Ocampo poco antes de morir, en 1622, cuando ya estaban esculpidos todos –salvo el Cachorro– los grandes crucificados barrocos de Sevilla, cuyos modelos de alguna forma ignoró dándole un aire manierista. Como si buscara la espiritualidad de los místicos y músicos de finales del siglo XVI: de San Juan de la Cruz, a cuyo dibujo del crucificado puede recordar, de la Santa Teresa de Jesús que aconsejaba “poned los ojos en el Crucificado, y se os hará todo poco” o del Tomás Luis de Victoria del severo Oficio de Tinieblas, que siempre parece sonar en torno a él.
Cualquiera de los grandes museos del mundo querría tener esta obra excepcional para asombro de quienes lo vieran. Afortunadamente, lujo de Sevilla, mérito de sus hermandades, honra de la antiquísima hermandad de Los Negritos que lo adquirió en 1635, recibe culto –la vida de las sagradas imágenes que languidecen en los museos ayunas de oraciones, privadas del uso para el que fueron hechas– en la capilla de los Ángeles donde, este fin de semana, está en besapié.
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