PADRE, perdónalos porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34). Es una parte sustancial del Sermón de las Siete Palabras de Semana Santa y un elemento constitutivo de la Pasión. Jesús murió como vivió, rechazando la violencia y condenando la venganza, llamando a perdonar e identificando el perdón de Dios con el del prójimo. Cambió la concepción de Dios, rechazó las imágenes violentas del Antiguo Testamento y luchó contra las ideas de un severo juez divino, al que aplacar con sacrificios. Rompió además con el esquema de pecado/castigo (Jn 9,2), que atribuía a Dios las desgracias y le hacía causante de los males de la vida.
Creer que Dios es bueno, que no castiga con padecimientos y que llama a perdonar contra el espíritu de venganza es parte de su mensaje. Por eso murió sin maldiciones ni odio. Se puso en las manos de Dios, confiando en él, y pidió por sus perseguidores. Si hay Dios, todavía hay esperanzas para las víctimas, no todo ha acabado para ellas. Y también, para los victimarios, porque Dios busca la conversión del homicida y ofrece su perdón.
No fue esto, sin embargo, lo que hicieron los cristianos a lo largo de la historia. En la liturgia de la Semana Santa anterior al Concilio Vaticano II se calificaba al pueblo judío de "deicida" porque había matado a Dios. Durante milenios hemos vivido una contradicción. Por un lado, la víctima inocente, que murió perdonando a los homicidas. Por otro, un cristianismo que desjudaizó a Jesús, europeizándolo, rejudaizándose al mismo tiempo, al perseguir al pueblo judío.
La ley de la venganza se impuso al perdón y el pueblo "réprobo" pagó con sangre la que había derramado, transformándose, paradójicamente, en un pueblo crucificado. La "muerte de Dios" del Viernes Santo se cambió por la del Dios vengativo, cuyo instrumento mortífero fue el nuevo "pueblo de Dios" que castigaba al antiguo. El crucificado no sirvió como agente de perdón, sino de muerte, y el holocausto judío, recientemente rechazado por un obispo lefrebvrista, fue la culminación de la revancha cristiana.
La venganza, simbolizada por la Ley del Talión, el "ojo por ojo", forma parte de la condición humana. Es la reacción compulsiva ante el mal sufrido y, cuando se desencadena, transforma en opresor a la víctima. La cólera por la injusticia padecida despierta la violencia y la solidaridad con las víctimas degenera en venganza. Si ésta no se controla, ciega a la víctima y multiplica el dolor. La reactividad fácilmente transforma a la víctima, como muestra la historia. El problema persiste en nuestras sociedades polarizadas. La identificación con las víctimas y la demanda de justicia se corrompe en revancha. Ya no se busca la justicia, no hay preocupación por la regeneración del delincuente, ni se abren espacios a un castigo que lo transforme y rehabilite.
Es lo que subyace, en muchas sociedades, a las leyes vengativas, desde la pena de muerte hasta la prisión de por vida, que no dejan espacio a la rehabilitación del culpable, que no consideran la posibilidad de que éste cambie y que, además, son ineficaces para prevenir los delitos, como muestran las estadísticas de esas sociedades. No se puede condenar de por vida a otras personas. Sería un exceso, tan contrario a la justicia como banalizar a ésta, minimizándola. Es lo que ocurre cuando no hay la menor proporción entre el delito y la pena, o cuando se libera fácilmente al criminal que no está arrepentido, dispuesto a volver a matar. Entonces, se causa un nuevo agravio a las víctimas y no se facilita la rehabilitación del detenido.
Prevenir la violencia, defenderse contra ella y castigar a los culpables es lo que pretenden las leyes de las sociedades avanzadas. Pero cuando se convierten en instrumentos de venganza, se convierten en canales para el resentimiento que generan el mal, en lugar de hacer justicia. La paradoja es que muchos cristianos las apoyan, siguiendo la dinámica destructiva que denunció Jesús. Es también la contradicción de la Iglesia, que defiende la vida, cuando legitima oficialmente la pena de muerte, celebra religiosamente las victorias guerreras y no es capaz de defender el perdón y buscar la rehabilitación del culpable, aceptando su impopularidad en la opinión pública. Cada vez que esto ocurre triunfa el dios de la venganza y se olvida el provocador mensaje del crucificado del Gólgota.
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