Calle Rioja

Francisco Correal

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Cuando existen los abismos claros

Tradición. Sus yernos Manuel y Pedro son el ‘alma mater’ de la Cabalgata y de la Semana Santa. Llevaban a hombros en su funeral a Félix Acuña, el histórico capiller del Gran Poder

La plaza de San Lorenzo.

La plaza de San Lorenzo. / D.S.

LA escena tenía un aire del monumento funerario a Joselito de Mariano Benlliure en el cementerio de san Fernando. Cuando abren las puertas de un templo, siempre pienso en la escena final de Centauros del desierto. Eran como una cuadrilla de costaleros que llevaban a hombros a alguien que había sido historia viva de la iglesia, de la plaza y de la ciudad. Cuatro hombres en cada lateral. En uno de los laterales, hermanados en el dolor y en la sangre, Manuel y Pedro, Pedro y Manuel, los hijos políticos, qué rácano es a veces el lenguaje de los afectos, de Félix Acuña. Los hizo de la familia el sí quiero que cada uno de ellos le dieron a Rosa y Rosario Acuña, alumnas de las Mercedarias de san Vicente que medio siglo después se adentraban en la perpendicular del colegio de su infancia para despedir a su padre, más de cuatro décadas capiller del Gran Poder. Trece días antes habían dicho adiós a su madre. Los dos estarán juntos en el columbario de la Basílica que levantaron los arquitectos Delgado-Roig y Balbontín.

Rosa y Rosario. Es como una declinación de las clases de latín, ese idioma que ya sólo se puede leer en las iglesias. Dos de los cuatro frutos del matrimonio de Félix Acuña y Rosario. Había terminado el funeral, pero no era el desconsuelo lo que presidía la escena de la primera plaza donde empieza la cuenta atrás de la Semana Santa. Había lágrimas, obviamente, y pésames, huérfanos del todo en dos semanas, había gestos de cansancio por los estragos materiales de la muerte, que tiene sus protocolos, aunque sea un peaje para un territorio cuyos planos son indescifrables.

Manuel y Pedro no llevaban sobre sus hombros solamente al padre de sus esposas, al abuelo de sus nietos. Fue el maestro que los convirtió en alguaciles de las cosas de Sevilla, de la urdimbre de sus fiestas, en la letra pequeña de sus tradiciones. En ningún sitio te enseñan a amar una ciudad. Eso sólo se transmite con el ejemplo, que sabe mucho de vida y poco de currículum. Apenas dos semanas antes habían puesto el listón muy alto en el final de la Cabalgata de los Reyes Magos, la que puso en marcha el Ateneo de Sevilla en 1918. Y ya corren los días camino del Miércoles de Ceniza (¿con qué ceniza purificará y anunciará este cambio de tiempo Paco Reyes, ahora que ya no es párroco de san Lorenzo?) del domingo de Pregón y de la Semana Santa más larga, porque irá de marzo hasta diciembre, con el congreso de Piedad y Religiosidad Popular.

Los maridos de Rosa y Rosario son béticos y su suegro era sevillista. También esto es la sal de la tierra, la sana convivencia legado de la Sevilla del Tío Pepe y sus Sobrinos. No hay día del calendario de Sevilla que no ubiquen en unas vísperas, en un ensayo o la coordinación de los servicios municipales. Son de los pocos sevillanos que saben qué día bailan los Seises, qué tres días del año puede visitarse la urna de san Fernando o cuántas hermandades de gloria procesionan. Ya le estará dedicando su recuadro con cíceros del cielo a Félix Acuña el pregonero de 2008, Antonio Burgos. El periodista y novelista sabía que las ciudades no las hacen los caballeros veinticuatro, los archipámpanos ni los extintos gobernadores civiles. Tampoco los presidentes del Consejo de Cofradías y Hermandades. Sin utilleros no habría Messis ni Cristianos. Todo empieza en el borceguí, cuyos fabricantes le cedieron su primorosa calle, con vistas a la Giralda, al canónigo y catedrático nacido en Grazalema Francisco Mateos Gago. Las ciudades se construyen con la intrahistoria de la que hablaba Unamuno, en el cuarto de atrás de las habitaciones importantes, por usar el título de la hermosa novela de Carmen Martín Gaite.

Lo llevaban literalmente a hombros, como el que acaba de conseguir un gran triunfo. Félix ya está con Rosario. Sus yernos (palabra de trazo tan grueso como suegra o cuñado; cuando se ponen a redactar palabras de la familia, los académicos deben estar pensando en las musarañas, cómo un universo tan rico queda limitado a palabros de enfiteusis o Derecho Administrativo), sus yernos son lo que son por este maestro que les regaló el amor a sus hijas. Hace cuatro años el Gran Poder se volcó en el cuarto centenario de la hechura de la imagen de Juan de Mesa. En esta ocasión tenía un aire más del Señor de la Buena Muerte, el que preside la Capilla de los Estudiantes.

Había hermanos mayores que lo conocieron en su apogeo: José León Castro, Enrique Esquivias, Ignacio Soro.

Algunos pregoneros de la Semana Santa, esa lista que aparece en uno de los expositores de Casa Ricardo: Carlos Colón, el propio Esquivias. Se formaban grupos en la plaza, algunos niños se ponían a jugar junto a la puerta de san Lorenzo. La iglesia de la que fue párroco don Marcelo Spínola, el cura cañaílla que llegó a cardenal y da nombre a una calle donde vivió sus últimos años Joaquín Romero Murube. Una muerte en su sitio, en su hora, en el mismo vuelo que su esposa, forma parte asombrosa de esos abismos claros de los que hablaba el palaciego que fuera conservador del Alcázar.

Fijarse bien. Hay que seguir el manual del buen costalero para aprender las cosas de Sevilla. Es lo que han hecho Pedro Lissén y Manolo Sainz. Para ellos no hay tiempo de barbecho. Tuvieron en el hombre al que llevan a hombros un catedrático sin cátedra, un maestro del saber cotidiano, ese que Jesucristo escondía “a los sabios y entendidos”. ¿Religiosidad Popular? Hay mucha antropología detrás de esas palabras, pero se resumen en un nombre y un apellido: Félix Acuña. Sosiego en el cabo de las tormentas, una torrija en el vórtice de las incertidumbres, una sonrisa de aprobación o de escepticismo. Ahí quedó. También de la jerga de los costaleros. Con maestros así, Pedro y Manuel, los esposos de Rosa y Rosario, se han convertido en imprescindibles del paisaje urbano, en muñidores de los tiempos de la ciudad, los que se escapan a los partes de Maldonado. La ciudad tiene sus tiempos y si no se respetan, se desmelena con la furia de la rutina o el frenesí del desdén. Manuel y Pedro, los dos nombres más importantes de los comienzos de la Iglesia, se han doctorado en esa fina sevillanía de ser mitad José María Izquierdo y mitad Núñez de Herrera.

Están después los políticos, los economistas, los demógrafos, los sociólogos, pero son ellos los que mueven el mecanismo secreto de los pasos perdidos de la ciudad. Para que siempre parezca hecho lo que está siempre por hacer. La gente se iba dispersando. La plaza de san Lorenzo parecía una foto de Atín Aya (Félix Acuña tiene que estar en alguna de sus fotografías). En la Alameda, mañana soleada y fría de domingo, ensayaba una cuadrilla de costaleros. Las manecillas del reloj ya estaban ajustadas. Rosa. Rosario. De esa Sevilla donde Bécquer se hace perpendicular con Rafael Montesinos y vive incólume el legado de un cura de san Fernando que estudió Derecho y fundó el decano de los periódicos de Andalucía.

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