
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El sonajero de la ampliación de la Feria de Sevilla
La aldaba
Hay cierta grosería que ha quedado normalizada, aceptada, bendecida y hasta bien vista desde la pandemia. ¿Acaso no hay una chulería, un desahogo y una estulticia institucionalizada en la clase política? No deberíamos extrañarnos. Un día aceptamos que los novios supieran cuánto nos gastábamos en los regalos de la boda. Se instauró para siempre el obsequio tasado. ¿Cuánto vale mi relación con los contrayentes, con el padre del novio o con la madre de la novia? Nos convertimos todos en invitados tasadores de un vínculo sin haber hecho el curso de peritos. Un espanto. Empezaron las consultas en privado: “¿Tú cuánto le vas a “meter” al hijo del Matías de regalo por el casamiento?”. Todos a una, Fuenteovejuna. Y algunos creían que Fuenteovejuna era el salón de celebraciones donde en un cartel se ruega no armar escándalo a la salida. Se dejó de apreciar el presente ad hoc, buscado con afecto y esmero y que lleva implícito lo más importante que una persona puede ofrecer: tiempo y criterio. ¡Eso ya está devaluado! Otro día asumimos que los cumpleaños sorpresa lo son pero no solo para el homenajeado, sino para los invitados, que deben apoquinar el importe correspondiente de la celebración y la parte alicuota del regalo común. Todo nuevamente tasado y, cómo no, despersonalizado. Nadie dedica tiempo, ni se para a pensar en los gustos del cumpleañero, ni repara en buscar ese regalo que tenga un significado especial entre el invitado y el protagonista. ¿Para qué? ¿Quién valorará semejante esfuerzo? Mejor un bizum a tiempo y aquí paz y después... comodidad
En ese contexto aceptamos que los restaurantes nos digan que tenemos una mesa de 13:00 a 15:15 horas porque viene otra familia. Te lo venden como un favor. Y siempre habrá buenistas que comprenderán que así “todos nos beneficiamos”. En la garita del tontucio nunca falta un centinela. Muchos bares han dejado de ser espacios de libertad desde el coronavirus, avalados por una clientela con niveles de exigencia rebajados y amenazada por un turismo dispuesto a hacer cola de espera y a aguantar un trato y una calidad muy pobres. ¿Qué más da? Lo importante es contar que se ha estado, no cómo se ha estado. En un bar del viejo Nervión se advierte con toda grosería: “Los desayunos son de 20 minutos desde que se sirven”. Basta leer el cartel para no entrar, o al menos quedarse en la barra si eso fuera posible, pero hay mucho personal que traga porque no quiere hacerse la tostada en casa, luego se convierte dependiente a cualquier precio. La primera regla debería ser no pagar por ser tratado mal y no viajar para estar peor que en casa. Pero hay gente a la que le encanta. O no saben desayunar en casa. Y eso que uno desayuna en 10 minutos, oiga.
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