La lluvia en Sevilla

El hombre brasero

Hay algo que inspira confianza en esa gente que pega calor, y lo sabe

Ponme la mano aquí, Catalina mía, ponme la mano aquí que la tienes fría". Como en aquellos tangos de Manuel Vallejo, cuento con amigos y familiares que, cuando me ven arrecida, la compasión les lleva a querer calentarme las manos guardándoselas debajo del chaleco. Me niego. "No sin un desfribrilador cerca", sentencio. Si les pongo estos dedos carámbanos sobre el pecho, me los cargo. Por no hablar de los pies, lo de mis pinreles congelados es muerte segura. Los reservo para las venganzas.

Más que un artículo, mi columna de hoy consistirá en un ejercicio de intertextualidad con el que publicara la semana pasada, con el mismo título, Luis Sánchez-Moliní. Él denomina hombre brasero a aquel que abraza una religión que he bautizado con el nombre de braserología; paganos que adoran al brasero de oro porque sienten que no les llega la ropa al cuerpo, de lo encogiditos que viven las famosas olas de frío sevillano que, como es bien sabido, se experimentan, más que al raso, en las casas. En cambio, yo denomino hombre brasero a esos tipos que son una chubesqui semoviente, que desprenden una generosa energía térmica. Ésos de "échate pallá, que pegas calor". Tienen fuego en el cuerpo. Los quiero en mi equipo.

Añadía el compañero Sánchez-Moliní en su artículo un matiz de sexo, más que de género. Sostenía que las féminas somos más recias para el frío que los varones. Habrá de todo, y probablemente mi entorno no sea representativo de casi nada, pero la mayoría de mis mujeres (que no son precisamente unas cloróticas) pasan enero como servidora, a tiritón limpio y con el culo como una cubitera. Salvo en los momentos de bochorno de las que están viviendo la menopausia. Aunque parezca mentira, el climaterio sigue siendo un tabú que vivir en silencio y un gran desconocido, y los calores súbitos aún permanecen socialmente proscritos. Desde aquí hago seriamente un llamado a mis colegas feministas para promover y practicar el sofoco sin complejos. Ya está bien de derretirse desde dentro con disimulo. Vivan los abanicos militantes y las blusas desabrochadas. No conozco a demasiadas mujeres brasero. Sí en cambio a mujeres regazo. Son casa.

Casi tanto como la de las mujeres regazo, estimo la compañía de los amigos brasero, de manos de vitro al nueve. Para hipotérmica ya estoy yo. No sólo por ser una fuente de calor fiable; hay algo atávico -en los hombres estufa de casa; conviene no confundirlos con el pegajosus communis- que inspira confianza en esa gente que pega calor, y lo sabe, y ostenta su cargo con gran responsabilidad. En Sevilla, son preciadísimos en enero y en las noches de primavera, e intocables vacas sagradas en verano. Merecen este mi sentido homenaje.

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