Baja temeraria

mercedes de pablos

Las locas

Qué enorme gracejo Benavente (que tiene una anécdota con la madre de Estrellita Castro que dan ganas de hacerle un monolito tipo Napoleón a la señora) cuando excusó su asistencia a una reunión de las mujeres del Lyceum Club, diciendo que no podía hablar "a tontas ni a locas". Lástima que Valle-Inclán no hubiera sido miembro de tan ilustre club y le hubiera espetado alguno de sus "¿está usted zeguro? "(ceceaba), como sí le contestó al hijo de un dramaturgo que le reprendió por estar llamando cornudo a su padre. Ya ven, Valle sin Nobel, los académicos de Estocolmo tampoco son infalibles. El sí Nobel don Jacinto tal vez fuera sincero y verdaderamente se sintiera acobardado e incapaz de improvisar algo brillante ante mujeres de tamaño gigante como Clara Campoamor, Victoria Kent, Zenobia Camprubí, Carmen Baroja, María Lejárraga, Ernestina de Champourcin, Matilde Huici o Maruja Mallo. Pobre. Quién no.

Locas. He leído estos días cómo el papa Julio II apodó a Teresa Enríquez, prima hermana de Fernando el Católico, como La loca del Sacramento, por el empeño de la dama en fundar hermandades sacramentales. Tomas García nos lo cuenta paseándonos por la plaza que lleva su nombre, dándole a las calles y su nomenclatura la enjundia de contarnos la Historia. Loca fue doña Juana, hija de su Real primo, y locas cada una de las que quisieron sacar el pie del plato. Apenas había comenzado la reconstrucción democrática en España cuando supimos que en los antiguos y terribles manicomios (aquí mismo en Miraflores, escenario de una de las acciones más bellas que vivimos, aquel Salta la Tapia) vivían secuestradas muchas mujeres que, encintas en soltería, fueron ingresadas allí por sus familias y habían acabado, lógicamente, demenciadas. La histeria, que tan lúcidamente explicó Castilla del Pino en sus Cuatro ensayos sobre la mujer, se consideraba un comportamiento estrictamente femenino, achacado a presuntas razones biológicas, causantes de los raptos de ira, llantos o expresiones agudas de hartazgo. Los hombres ardían en cólera, tan épicos, las mujeres se ponían histéricas, habitadas por algún maligno, naturalmente uterino.

Hay que ser Luis II de Baviera o cortarte una oreja a lo Van Gogh para que te llamen loco siendo un sufrido varón, mientras que a las mujeres se nos lo ha llamado, y aún se nos llama, a poco que levantes la voz. Será porque tiende a ser aguda -menos la de mi referente Amparo Rubiales- y no grave, que, ya se sabe, las palabras no son nunca inocentes. Una muy exitosa y corajuda periodista, conocida por su valentía rayana en la heroicidad, era aligerada de su mérito con un cariñoso, "qué loca es Fulana", muy lejos de los apelativos que compañeros, con la mitad de arrojo, nos merecían cuales Bernstein y Woodward locales. Locas. Enajenadas. Dan ganas de pedir que, de merecerlo, se nos insulte como si fuéramos hombres. Y no miro a nadie.

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