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La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

El monolito del cura Paco Navarro

Bien podría tener otro en la Catedral, que convirtió en un monumento rentable a partir del modelo estrenado con la 'Magna Hispalensis' del 92

Francisco Navarro

Francisco Navarro / M. G. (Sevilla)

Al cura Paco Navarro le han puesto un monolito en la Parroquia de los Remedios, donde ejerció el ministerio pastoral en sus últimos años de vida. Está muy bien que los feligreses honren la memoria de un sacerdote que nos dejó el verano de 2013 cuando sólo tenía 69 años. Don Francisco fue muchísimo más que un párroco. Bien podría tener otro monolito en la Catedral, porque el templo metropolitano responde hoy al modelo que creó para la Magna Hispalensis de 1992.

Nos hemos acostumbrado a que la Catedral se autofinancie, que tenga capacidad para costear decenas de proyectos de restauración, pagar los sueldos de la plantilla y contribuir al sostenimiento de la Archidiócesis. Todo eso es posible porque Navarro aplicó la gestión empresarial al monumento. Donde había una taquilla de madera y una visita organizada con más buena voluntad que medios, este sacerdote gestor y ejecutivo colocó tornos, guías formados y un cuadro de tarifas con diferentes categorías. Convirtió el primer monumento de la ciudad en la gran fuente de ingresos de la Iglesia de Sevilla. ¿De dónde creen que salieron cien mil de los 300.000 euros que monseñor Asenjo cedió a la Junta para la lucha contra el coronavirus en los primeros meses de la pandemia? De la Catedral gracias al modelo de Navarro.

Bien está el monolito para satisfacción de sus familiares y por cuestión de justicia, porque este cura tuvo que soportar muchas críticas por su valiente apuesta con la Catedral y, también, por el poder que concentró como secretario general con el cardenal Amigo. Navarro formaba junto a Benigno García Vázquez y Juan Garrido el inolvidable trío de canónigos que realizaron la gestión más compleja del pontificado de casi treinta años de don Carlos. Tres hombres de Iglesia, fundamentales para explicar el final del siglo XX en la Archidiócesis.

Navarro era el más serio. Casi nunca lo vimos vestido de cura, salvo en la boda de la Infanta Elena, a la que fue personalmente invitado. Discreto hermano del Silencio, ácido cuando ya se disfrutaba de su confianza y siempre contundente en la gestión. Veo su monolito y recuerdo cuando me citó en su despacho en su último día como secretario general: “No escribas más que soy el todopoderoso Navarro... Y aquí tienes lo que llevas tiempo buscando”. Y me dio, por fin, el texto del convenio de venta del Palacio de San Telmo, la mayor operación de enajenación de patrimonio eclesiástico en la Iglesia en Europa en 50 años. Navarro fue mucho más que un párroco. Hasta ejerció como diplomático del Vaticano. Pero seguro que le gusta ser recordado como el buen pastor en el lugar donde acuden las ovejas.

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