Cuchillo sin filo

Francisco Correal

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Una aguja en un solar

Antes de ser alcalde de Sevilla y alcaide del Alcázar se recorrió toda la provincia como presidente de la Diputación

Manuel del Valle, en una imagen reciente.

Manuel del Valle, en una imagen reciente. / José Ángel García

Su vida es un alegato contra la dialéctica cainita de la memoria histórica. Es ya historia de la ciudad y fue memoria viva del socialismo. Manuel del Valle Arévalo lleva desde la pila bautismal el nombre de su tío Manuel del Valle Zamudio, canónigo penitenciario de la catedral de Málaga fusilado junto a su hermano José del Valle Zamudio, canónigo lectoral, junto a las tapias del cementerio de esa ciudad el 18 de agosto de 1936, el mismo día que murió fusilado Federico García Lorca.

Manuel del Valle había cumplido hace unos meses ochenta años. A sus tíos los mataron el primer año de la guerra y él nació el año que el conflicto terminó. Digamos que llegó a este mundo de milagro porque su padre, el hermano de los canónigos, no corrió la misma suerte que ellos porque se refugió en una clínica psiquiátrica en la que convivió con un loco auténtico.

Por eso y por muchas otras cosas, cuando escribió la biografía de Manuel del Valle Arévalo, la periodista Alicia Gutiérrez la tituló Un destino casual (RD Editores) “porque le ha pasado a usted todo lo que, previsiblemente, no debía haberle pasado. Por ejemplo, ser alcalde”.

Fue alcalde de Sevilla entre 1983 y 1991. Entre dos alcaldes andalucistas, Luis Uruñuela y Alejandro Rojas-Marcos. En su primera legislatura obtuvo mayoría absoluta, aunque siempre discreto y humilde lo atribuía al efecto dominó del triunfo unos meses antes en las elecciones generales de octubre de 1982 de su amigo, colega y correligionario Felipe González Márquez. La Casa de la Provincia, donde entre 1979 y 1983 ocupó su despacho como presidente de la Diputación Provincial, acogió una exposición de fotografías de Pablo Juliá; la más mediática de todas no la hizo Pablo. Fue Manuel del Valle el que inmortalizó aquella idílica estampa casi impresionista y marismeña que pasó a las hemerotecas como la foto de la tortilla con algunos de los principales protagonistas de la Transición española.

No es justo que la ciudadanía no pueda salir a las calles de la ciudad para despedir y honrar al alcalde que la cambió. La impopularidad de las obras no mermó la ingente tarea de cambiar una ciudad que como me decía en una entrevista cambia “a salto de décadas”.

Convirtió el solar baldío de la Maestranza, que con los años sería el teatro de ese nombre y coliseo de la ópera, en escenario de Cita en Sevilla, una programación que trajo a los nombres con más tirón de la música nacional e internacional: Joe Cocker, Ian Dury, Frank Zappa o Nina Hagen, que como recordaba “por poco nos cuesta que me excomulguen”.

En febrero recorrió las calles de la ciudad la 36ª edición del Maratón de Sevilla, que por los pelos se salvó de esta maldición bíblica. Una competición creada por este abogado laboralista, fotógrafo vocacional, apasionado del jazz o de la pintura de Murillo. Su generación vivió el tránsito del Movimiento a la movida y para los anales quedará siempre esa fotografía junto a Rafael Escuredo sentados a uno y otro lado de Sylvia Kristel cuando la actriz que encarnó a Enmanuelle vino a la primera edición del festival de cine de Sevilla.Políticamente incorrecto en su defensa de la reposición del servicio militar (no tan incorrecto: con la leva de reclutas acabó Aznar) o con la uniformidad colegial para mitigar las desigualdades, nunca perdió el tren de la vida. Contaba que la vía del ferrocarril de la calle Torneo, el principal embudo de la Sevilla pre-Expo, le costó una hernia de disco. Bromeaba con su inclusión en el callejero. “Cuando voy por esa calle que se llama Avenida Alcalde Manuel del Valle, a veces pienso: quién sería ese hombre”.

Ese hombre que nos acaba de dejar en la primavera más triste desde los años de posguerra era un tipo cordial, nada sectario, amigo de sus amigos, atento siempre a las opiniones de los maestros, fueran Diego Angulo, Rafael Manzano, Ramón Carande o Antonio Domínguez Ortiz. Su gran maratón no fue el de los 42 kilómetros sino el PGOU de 1987. El 23-F le cogió buscando agua en Lora de Estepa. Ese mismo año 1981 fue rey mago en la Cabalgata del Ateneo, formando terna epifánica con Enrique Barrero (Melchor) y Juan Salas Tornero (Baltasar). En el Alcázar quería recuperar las tertulias de Pablo de Olavide. Con él sí se cumple el adagio machadiano de vernos abocados con su ausencia a una Sevilla sin sevillanos. Ni devoto de Frascuelo ni de María, tampoco detractor, su única devoción era María Luisa, su mujer, con la que el año pasado celebró sus bodas de oro.

No hacía distingos a la hora de buscar lo mejor para la gente. En su época al frente de la Diputación Provincial, con Nani Carvajal como jovencísima jefa de prensa, igual negociaba con el conde de la Maza, el singular alcalde de Morón de la Frontera, que con el alcalde de Marinaleda. Con aristócratas y con jornaleros. Muchos años después, cruzó la calle Joaquín Romero Murube para llegar al Alcázar como alcaide.

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