La lluvia en Sevilla

El nuevo malaje

El clásico malaje sevillano está siendo suplantado por las y los nuevos malajes

Le digo a la tendera que me ha puesto mucho, que me quite una mijita. Me mira como si le hubiera mentado a la madre. Le va a tocar hacer el esforzado gesto de devolver del cartucho a la vitrina varias piezas del producto. En el parque infantil, una madre recrimina a otra que su niñito de tres años le ha dado en el pelo con un avioncito de papel. Pa haberla matao. No admite disculpas, y exige en voz alta -que se entere todo barrio- que le enseñe educación a su criatura. Me llama el repartidor para informarme de que el vecino se niega a recoger un paquete a mi nombre. El motivo (comprensible): ha tenido problemas con otra vecina por hacerle este mismo favor. Cuelgo el teléfono y poso mi mirada al frente. Entonces, me fijo en que el espejo retrovisor del interior del bus ha sido sustituido por una pantalla. Por ella veo a lo lejos a una señora corriendo, tratando de alcanzarnos. El chófer cierra las puertas varios segundos antes de su llegada. Arranca sin ella. No hay tiempo que perder, las normas son las normas, etcétera. Me pregunto si el pasaje hubiera estado de acuerdo en esperarla. Un muchacho se acerca y ocupa el asiento contiguo al mío. Vaya, hombre, ¡será por falta de sitios libres!, se ha tenido que sentar conmigo. La gente es que es…

Son -somos- los nuevos malajes, personas que nos quejamos de lo inhóspito del mundo y después ni saludamos en el ascensor, que no tenemos el menor gesto de delicadeza, no porque seamos mala gente, sino porque transitamos en nuestra maraña personal en la que solo hay cabida para nuestro ombliguito sandunguero, que tiene más derechos que ninguno. Por ir así por la vida nos perdemos la ocasión de con-vivirla.

Suelto este sermón a mi público cautivo -las queridas Mercedes de Pablos y Eva Díaz Pérez, que no pueden saltar en marcha del coche que nos lleva a Huelva-. Mercedes encuentra la causa en el individualismo feroz, en una actual falta de fe en lo común y en la comunidad. Añado la mater celeritas, como dirían Riechmann y Gallero. Nos ciega la mayor ola de aceleración conocida en la historia de la Humanidad. El sano "yo tengo derecho a" (a pitar al de delante, a caminar por la acera…) se malogra si nos impide entender que el de delante tampoco es perfecto o que no me muero si elijo bajarme de la acera angosta para que usted pase. Sucede, sobre todo, que olvidamos -ay, Rimbaud- tu frase enigmática y profusa de sentidos: "Yo es otro". El clásico malaje sevillano, tan entrañable que, más que aversión, nos causa regocijo, está siendo suplantado por las y los nuevos malajes, vinagres que pasan esparciendo su astringencia posmoderna, síntoma del agobio, la prisa, el hartazgo, la arrogancia o el ensimismamiento. Resistir como se pueda a su contagio transforma las horas, los quehaceres y las calles. Lo recomiendo.

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