La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Qué clase de presidente o qué clase de persona
Que uno recuerde, creo que cola como tal era la muy mañanera que solía formarse a la entrada de la Jefatura de Tráfico en la muy inhóspita avenida Páez de Rivera. Existían las clásicas colas de cabizbajos que esperaban a que abrieran las oficinas del Inem. Y recuerdo también alguna que otra cola gruesa y al bulto, como la que se formaba en los accesos al Sánchez-Pizjuán cuando el Sevilla FC vivía en la melancólica medianía de los 90 y en las vísperas de los trompazos a Segunda.
La Expo 92 supuso el esplendor de las colas en Sevilla. Un pabellón sin su larguísima cola no era nada. Sevilla hizo suya la cola desde la Expo y la mostró con antropológica petulancia a ojos de propios y foráneos. De ahí las colas frente al Gran Poder el Jueves Santo al mediodía. Lo último en histeria cofrade fueron las colas que se formaron en los días del llamado The Macarena Gate a partir del cambio expresivo de la Esperanza perpetrado por el profesor Arquillo.
Hoy apenas si hay colas en Sevilla que uno no asocie al turismo abrasivo. Hay excepciones en días con alto índice de necedad populosa, como esas colas que en pleno agosto se formaron en Velázquez en la tienda de Swatch para adquirir no sé qué último y sofisticadísimo chirimbolo del dios Cronos. O esas otras colas virales que se forman en San Eloy en torno a una franquicia de galletas. Distinta y aleccionadora es la cola de necesitados que ocupa la calle Misericordia en el Comedor Social San Juan de Dios y que uno ve casi a diario pensando en el lugar que podría ocupar en ella el día de mañana o incluso antes.
Así y todo, ya digo, no hay cola que no obedezca a ese infausto contubernio que forman turistas pandémicos, hosteleros sin piedad y esas webs del tipo “10 sitios imprescindibles que debes visitar en Sevilla”. Colas para acceder a los Reales Alcázares. Colas ya clásicas en El Rinconcillo y en Morales. Colas en la pizzería Dell’Avvocato junto a Las Setas. Colas en La Bartola en la calle San José. O, la peor de todas, esa irritante cola frente a El Comercio en calle Lineros y que obtura la calle para que los guiris de las mil razas puedan pedir su vianda de churros para presumir del acontecimiento en Instagram. Confieso que suelo abrirme paso a empellones, en especial contra el mundo asiático. Mi inocente perrillo les gruñe tras arduas sesiones de entrenamiento canino. Ser malajoso sevillano es también un derecho.
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