Enrique / García-Máiquez

u n reparto perfecto

De todo un poco

12 de agosto 2013 - 01:00

CADA primavera, con la luminosa llegada de las golondrinas, me propongo escribir un artículo, celebratorio a la par que utilitario, que ayude a distinguir las golondrinas, los aviones y los vencejos. Lo más curioso es cómo las tres especies de aves se reparten el espacio. Las elegantes golondrinas, con su cola ahorquillada y su corbata roja, cazan armoniosamente a ras de suelo. Los rechonchos aviones, vuelan en línea más o menos recta a media altura, pingüinos en miniatura. Los vencejos, con su negro metalizado y su perfil de cruz de Santiago, vuelan más, más rápido y más alto, sin posarse jamás.

Volando se me escapa el artículo cada mayo. Por suerte, aún están aquí estas aves, haciendo lo que pueden contra los mosquitos. Pero lo que me trae ahora a escribir, por fin, este artículo es la constatación empírica de que los humanos nos repartimos con criterios parecidos los horarios y los metros de la playa en verano.

Los padres con hijos pequeños madrugamos como nadie, por razones obvias. Y nos situamos a la orilla. Hay que estar preparados para correr a rescatar a un retoño del revolcón de una ola o de la resaca. Poco más atrás y un poco más tarde llegan las familias más añejas, con sus mesas y sus sombrillas comunales. Es la segunda línea de playa, la más sólida. Todavía más tarde llegan ellas, que se sientan detrás, en la frontera entre la arena morena y fresca y la rubia ardiente. Son las jóvenes y adolescentes, que bajan bastante antes que ellos. (Lo tengo muy observado a precio de tortícolis.) Ya en la arena seca suelen desperdigarse las que practican el top-less; y aún más atrás se apiñan las pandillas populosas, que fuman algo y juegan a las cartas. Éstos llegan muy tarde, pero sus avanzadillas se cruzan con los más rezagados padres con hijos pequeños, que suben derrengados.

Al paso se detecta que también los olores y los ruidos se reparten. En la orilla, olía a patatas fritas, y se oían lloros y ánimos de los padres a lo bien que nadan sus hijos (para cimentar la autoestima); luego, huele a fiambreras y se discute de fútbol; el protector solar se impone allí donde reina -ellas tendidas- un sugestivo silencio; y vagamente a porro huele ya muy arriba, donde atruena la música. Lo que demuestra que somos capaces los hombres, con buena voluntad, de repartir tiempo y espacio casi con la perfecta compenetración de las golondrinas, los aviones y los vencejos.

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