Una vida con sentido

Una sola de sus noches de guardia en el hospital valió más que todos los tomos de teología de Salamanca

03 de diciembre 2020 - 02:31

La de Mamen Aranguren Sánchez-Arjona fue una vida fecunda. En unos tiempos como los presentes, en los que nos afligimos por no poder sentarnos en un bar a tomar el aperitivo, es difícil comprender a una persona que dedicó su vida al cuidado de los demás y de una casa familiar que mantenía con el tesón de los viejos alcaides de la frontera. Hoy, el número 11 de la calle Alzada de Villafranca de los Barros y el cortijo del Pilar quedan como monumentos a su memoria, como testimonios fehacientes de que Mamen y sus hermanos cumplieron con su deber y mantuvieron con decoro la herencia recibida, los campos donde aún se vieron pasar a los rebaños trashumantes y las partidas del maquis.

Fue Mamen una persona religiosa. Y lo fue a la manera tradicional hispana, con rezos veloces y atropellados, novenas a la Virgen de la Coronada -allá por la vendimia- y un devocionario poblado por una densa floresta de santos y leyendas surgidos de lo más hondo del rico y maravilloso sustrato de la Europa católica. Pero, sobre todo, su religiosidad se manifestaba en una humanidad sobria y un espíritu evangélico del que dejó buena prueba en el Hospital de Llerena, en el que trabajó durante años. Una sola de sus noches de guardia, que fueron muchas, valió más que todos los tomos de teología o ética de Salamanca.

La bondad de Mamen Aranguren se manifestaba en el servicio y el trabajo, no en sonrisas y otras dulzuras a las que su carácter austero no era muy proclive. De su primer apellido, oriundo de los umbríos valles guipuzcoanos, debió heredar su tendencia al matriarcado, al mando doméstico, que ejercía con la autoridad de un capitán general de ultramar. Siempre se la veía atareada, cruzando con prisa el patio, cargando sábanas, regando las plantas o encargándose de que la piscina luciese con un celeste propio de las mansiones de Beverly Hills. Su aspecto era el de los ángeles de Castilla: el rostro serio, el andar un poco encorvado, el cuerpo fibroso y ninguna concesión a los perifollos de la moda. Pese a pertenecer a un rancio linaje extremeño, o quizás por eso, era una persona de una enorme sencillez, a la que le gustaba frecuentar a sus paisanos y participar de las actividades de su pueblo, como esas largas caminatas con el Club de Senderismo de Llerena que luego narraba con entusiasmo en las tertulias nocturnas del verano. Digna hija de Roma, amó profundamente a su tierra y siempre veneró la memoria de sus antepasados. Nunca se quejó.

Sobre todo, tal como se apuntaba al principio, la de Mamen fue una existencia con sentido, una vida fecunda que dejó tras de sí una brillante estela de dura bondad que perdurará en el recuerdo de quienes la conocimos.

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