Ana Sánchez

Una ventana abierta

01 de diciembre 2020 - 11:00

Sevilla/No está bien pensar así, no es justo, siempre habrá diez mil, un millón peor que tú, pero no puedes dejar de hacerlo, de compadecerte de tu desgracia... Tú, la afortunada, la que tenía claro desde pequeña su vocación, la que con sólo veintiún años ya había conseguido una plaza fija para toda la vida, la que disfrutaba las vicisitudes de destinos para olvidar porque se entusiasmaba con su trabajo, ahora vives esta pesadilla incrédula, deseando abrir los ojos y descubrir que no es real.

Te han abandonado a tu suerte, te envían cada día al frente, sin armas con que defenderte. La jornada laboral del maestro, la tan envidiada jornada laboral del maestro para la mayoría de la población, tan desconocida para los que no conviven con uno, se ha convertido en algo difícil de explicar. No hay tiempo, no hay horas en el día, siempre hay más, y cuanto más haces te llega más. No basta ya con atender a tu alumnado, preparar las clases, buscar información, formarte en nuevas metodologías y pasar largas tardes de invierno corrigiendo sus trabajos, no; además, como no dejas de tener alumnado confinado, también tienes que encontrar tiempo para atenderlo personalmente, que no pierdan su ritmo de trabajo, ni su atención emocional.

Pero... ¿Y nosotros? ¿No somos personas? ¿No tenemos miedo? ¿No tenemos familia, mayores vulnerables a los que cuidar, hijos con sus propios problemas a los que atender? Ahora, la única pregunta que recibes cuando te encuentras con alguna familia es si continúas manteniendo la ventana abierta, no hay cosa que aterre más que una ventana cerrada. Pero así nos sentimos nosotros, atrapados tras la ventana cerrada, obligados a resultar entusiastas, tranquilizadores, mientras una montaña de burocracia inagotable nos golpea, día tras día, cada vez más fuerte.

Y los jefes, los mismos que nos abandonaron a nuestra suerte cuando hubo que inventar soluciones para proseguir como se pudiera con la educación en un país confinado, van creando normativa a tiro hecho, y cuando surge el problema inventan la solución, porque prevenir debe ser de estúpidos, y han permitido que sean los maestros, los de a pie, los que creen protocolos de actuación para prevenir contagios, los que, además de formadores, psicólogos, cuidadores o expertos en prevención de riesgos, ahora se conviertan en especialistas en medicina y rastreadores de contactos estrechos.

Esas mentes tan brillantes de sueldos inimaginables y chófer en la puerta han conseguido castigar y dejar al borde del abandono los dos cuerpos de los que más depende el futuro de un país, sanidad y educación. Ya sólo hay sanitarios al borde de la extenuación, ya no quedan maestros con vocación.

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