TRÁFICO Cuatro jóvenes hospitalizados en Sevilla tras un accidente de tráfico

Tribuna

Víctor J. Vázquez

Profesor de Derecho Constitucional

Confianza y tecnocracia

Confianza y tecnocracia Confianza y tecnocracia

Confianza y tecnocracia / rOSELL

De entre las muchas cosas que asombraron al viajero Tocqueville en su periplo por la América temprana, una fue la confianza que cada ciudadano era capaz de depositar en el otro, por el mero hecho de compartir comunidad política. Este acto generalizado de confiar fue considerado de hecho, por el pensador francés, como el presupuesto fundacional de aquella novedosa forma democrática de gobierno. Como es sabido, el término inglés para definir esa virtud del temperamento es trust, y el mismo hace alusión a aquella fe que se tiene en algo, pero no de forma puramente supersticiosa o religiosa, sino sobre la base de su integridad, de su veracidad. La confianza en el sistema democrático es consecuencia, por lo tanto, de una confianza previa y recíproca entre los propios ciudadanos, igualados en su estatus jurídico, y de los cuales se presupone no solo la racionalidad, sino una serie de virtudes en los hábitos del corazón. Como retratara mejor que nadie ese artista total que fue John Ford, hay, en toda democracia, un optimismo que va más allá del paradigma liberal, del poder hacer lo que uno quiere, y que tiene que ver con el compromiso de cada persona con el destino de su comunidad. Con la idea de que siempre se podrá elegir libremente un porvenir común y cierto.

Desde luego, entre la idea de confianza y la idea de amor hay un aire de familia, pero son distintas en grado. Sabemos que nuestros dirigentes no nos querrán como se quiere a un hijo, y que nuestro lazo entre ciudadanos dentro de la comunidad no será nunca aquel que existe entre los hermanos. La confianza es así el sutil vínculo que opera precisamente entre personas que son ajenas, diferentes, pero que deciden asumir un futuro en común. Como ha señalado uno de los grandes sociólogos de nuestro tiempo, la confianza es la forma más efectiva de reducir la complejidad y así comportarnos como si el futuro fuera posible para todos.

Ahora bien, en la confianza, como también en el amor, siempre se asume un riesgo. A este respecto, está bien recordar que la democracia implica arrestos, coraje (John Ford, de nuevo), y que por esa razón el primer enemigo de un sistema democrático es el miedo. Ese miedo que algunos instigan como reacción a la complejidad de nuestras sociedades, y a la reivindicación de protagonismo por parte de actores que siempre han estado preteridos en nuestro contrato social democrático, no sólo es exponente de mediocridad cívica, sino que en muchos casos es confesión de un anhelo autoritario. Ante el riesgo de exponer mis argumentos y convicciones al contraste del debate público, y de asumir así la falibilidad de estos, la salida deseada es aquella que elimina ese estado de contingencia e impone siempre lo necesario y permanente. El autoritarismo es también, a este respecto, una suerte de miedocracia. No ya tanto porque produzca miedo, que lo hace, sino porque se nutre de un miedo previamente cultivado. Las personalidades políticas autoritarias se distinguen bien como profetas del auto-cumplimiento, instigan un desorden que luego -dicen- sólo ellos pueden controlar.

Pero cuando la confianza quiebra no siempre se mira al autoritarismo como forma de gobierno, sino que en muchos casos se apela a la técnica como paliativo de la política: que gobiernen los que saben. Desde luego, la apelación a la tecnocracia, frente a la supuesta ineptitud de las masas-"gobiernen el país como se gobierna una buena compañía"- es algo que viene de antiguo. Tampoco descubro nada nuevo si señalo que en muchos supuestos esa apelación a la tecnocracia, es decir, a sustraer a la comunidad ciertas decisiones relacionadas con su destino, es caldo de cultivo del propio autoritarismo. En cualquier caso, como nos pone de manifiesto nuestra realidad pandémica, la relación entre democracia y técnica es hoy más compleja, y se puede decir, y es cierto, que la propia idea de confianza nos exige atender en muchos ámbitos al dictado de ese producto colectivo que es el conocimiento científico. No existe el buen gobierno al margen del saber experto. Ahora bien, lo determinante aquí es deslindar el campo de acción de la técnica y el de la política democrática. Por usar la socorrida metáfora naval, lo preciso es que seamos nosotros los que determinemos políticamente, y esto quiere decir en términos ideológicos, cuál ha de ser el destino de nuestro viaje, y quién posee la cualidad moral -no sólo técnica- para capitanear un barco dentro del cual no pueden afirmarse privilegios, pero donde las decisiones sobre la mejor navegación nunca se tomen en desprecio de la razón y la ciencia. Esa doble confianza en nosotros y en el producto de nuestra razón es en este momento buen exponente de ese "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo" al que Lincoln apelara en Gettysburg, y que resume bien todavía la esencia de la democracia.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios