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Análisis
No me gusta la palabra ‘inteligencia artificial’. No por purismo lingüístico, sino porque al nombrar mal generamos expectativas erróneas. Nombrar no es inocente: es construir realidad. Y llamar “inteligente” a lo que no comprende, ni siente, ni decide, es más fe que razón. Estamos, en realidad, ante tecnologías de amplificación cognitiva. Exocognición, no inteligencia.
Nuestra historia como especie ha sido una extensión constante de lo que somos. Desde la primera piedra afilada hasta los sistemas de modelado generativo, hemos externalizado funciones antes confinadas al cuerpo o al cerebro. Hoy afrontamos el salto más radical: la expansión extracraneal de procesos mentales. Pero no confundamos extensión con sustitución.
También en el ámbito sanitario, el lenguaje de la exaltación tecnológica, teñido de promesas cuasi mesiánicas, habla de máquinas pensantes que ya rivalizan con el humano. Sin embargo, al observar su desempeño con rigor, lo que encontramos es una arquitectura estadística de correlaciones, no una estructura de comprensión. La IA, hoy por hoy, no sabe lo que dice: lo simula.
Como señala Ilya Sutskever, uno de los arquitectos de estos modelos, la inteligencia artificial no puede generalizar. Puede brillar en tareas específicas, pero se desmorona ante lo ambiguo y lo emocionalmente complejo. Comete errores grotescos no porque “le falte entrenamiento”, sino porque no tiene criterio. No hay un sujeto detrás de la predicción: solo cálculo.
Lo que viene no será una IA que nos sustituya, sino una inteligencia distribuida que nos rete
Ahí reside su límite estructural. Sin emoción, sin finalidad, sin conciencia de propósito, no hay inteligencia, sino automatización. Las IAs actuales son exoesqueletos mentales: aumentan capacidades, sí, pero no nos reemplazan. Un sistema generativo no piensa por sí mismo; requiere impulso humano para operar con sentido.
Aquí entra la exocognición: pensar fuera del cerebro. No es nuevo; lo hacíamos con libros, calculadoras o mapas. La diferencia es la escala, la velocidad y la versatilidad. Pero sigue siendo lo mismo: prótesis cognitivas. Asistencias. Y no mentes.
Este matiz es crucial porque condiciona cómo integraremos estas tecnologías. Si creemos que estamos creando nuevas inteligencias, nos predisponemos a la sustitución. Si aceptamos que son herramientas de ampliación, podemos aspirar a una colaboración asimétrica pero fecunda.
La tecnificación humana siempre ha tenido un costo: la desposesión progresiva de habilidades que externalizamos. Cada salto implica una renuncia. Pero el dilema ahora no es perder una función manual o visual: es perder deliberación.
El verdadero peligro no es que las máquinas nos superen, sino que renunciemos a pensar. Que confundamos la eficiencia predictiva con la profundidad del juicio humano. Que deleguemos decisiones vitales -clínicas, legales, morales- en estructuras que no comprenden consecuencias.
Estamos, quizás, ante una brecha entre capacidades cognitivas ancestrales y la velocidad de las herramientas que activamos. No es solo tecnológica; es existencial. Y exige una respuesta desde lo humano, no desde lo algorítmico.
Lo que tenemos delante no es una nueva forma de vida, sino una interfaz: una membrana entre pensamiento orgánico y procesamiento artificial. Si la ciencia y la medicina del siglo XXI ya impulsan formas de hibridación —como en la convergencia GRIN (genómica, robótica, informática y nanotecnología)—, la discusión semántica se vuelve filosófica: ¿dónde empieza el humano cuando su mente ya no queda contenida en su cráneo?
Quizás debamos, como propone Harari, aceptar que no estamos solo ante una era de cambios, sino ante un cambio de era. Pero no nos precipitemos. Lo que viene no será una inteligencia artificial que nos sustituya, sino una inteligencia distribuida que nos rete. ¿Tendremos la humildad de reconocer sus límites y la sabiduría de usarla sin perdernos en ella?
En última instancia, la decisión no es técnica. Es ética. Y sigue siendo profundamente humana.
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