Hace casi noventa años, Manuel Chaves Nogales recogió, en su libro “Andalucía la Roja y la Blanca Paloma”, varios apuntes y reportajes antropológicos y sociales de la romería del Rocío. En uno de los capítulos del libro -excepcional, por cierto-, y junto a un viajero francés al que sirvió de cicerone, el autor desgrana de manera particular la salida de la Hermandad del Rocío de Triana. “El simpecado de la hermandad, costoso, recargado -se estrena este año- es sacado solemnemente de su camarín y colocado en la soberbia carreta de plata, orgullo de los romeros…” 

Prosigue: “Detrás marchan las carretas particulares, que son la verdadera vivienda de los romeros durante estos siete días. Estas naves blancas de las carretas, en cuyos lienzos transparentes explota el sol de Andalucía cuando van cabeceando solemnemente por los caminos, son irreprochablemente bellas y están infinitamente logradas…” Y conforme leemos, súbitamente se nos manifiesta el cortejo tal y como antiguamente, tal y como ahora mismo. “Y así, despacito, despacito, entre guitarreo, cante, palmas, gritos, vivas, desplantes, vino y castañuelas avanza por el Altozano y Chapina hasta salir al campo…” 

Con los vellos apuntados, los que ayer acompañamos a Triana nos supimos herederos de una manifestación que trasciende los clichés y los tópicos, las malas lenguas y los desfases: es toda una tierra en sí expresada, para sí y para con los demás, con siglos oscilando entre las yuntas, con breves felicidades satisfechas que se resuelven sobre unas flores amarillentas en los aleros de la plata. Parece como si el tiempo anduviera con una pesada lentitud sobre las horas solares. Hemos retrocedido, instantáneamente, a otra ciudad, a otro espacio pretérito cargado de una luz limpia, humanamente cálida, llana y cierta. 

Ayer Triana marchó al Rocío, y se despidió como mejor le nace de entre las venas: cantando.