Y la Esperanza... llegó
La Esperanza de Triana arrasa acompañada de multitudes y deja estampas para la historia a su llegada al Polígono Sur
Casi ocho horas de traslado cargadas de devoción, autenticidad y pureza
La Misión de la Esperanza de Triana, en directo: la Virgen ya está en la parroquia de San Pío X
A la Esperanza de Triana la conocíamos recreada en un infinito prisma de luces, a cada cual más ajustado a su enigma y su hondura. La hemos contemplado en la más espesa oscuridad de la calle Pureza, que se vuelve estrella fugaz cuando las veneras de plata de su palio sostienen a compás la orilla de una nueva Madrugada; nos hemos detenido en sus mejillas a punto de helarse cuando por las cenefas platerescas del antiguo convento de San Francisco se divisan abriles prontos y, en definitiva, amanece; la hemos visto, fugitiva y sola, esconderse tras la celosía de un sol forjado en tres campanas de malla; y la sabemos vencida y clara, precipitada en la ladera de la candelería que arroja flores y dichas a todo aquel que la espera más allá del río.
Pero, como infinita que es Ella misma, en sus cualidades más humanas y en sus virtudes más divinas, nos faltaban aún luces donde encontrarla y descubrirla. Y no, no solo era la luz pálidamente amiga de Asunción sostenida entre guirnaldas y sales; la luz del parque y de la Plaza de España, mirándose frente por frente torreones y bordados, jardines y flores, en un lienzo coloreado por el más vivo regionalismo; no era solo la luz de las amplias avenidas de aquella otra misma ciudad, de simétricos ventanales con cientos de historias intransferibles; o la fresca sombra de las altas jacarandas que, a fuerza de raíces, levantaron la vía de un tren, porque así llegó la Esperanza a los confines de Sevilla: como una locomotora de mercancías llevando consigo, como si fuera poco, su propio nombre, en las bodegas y en los vagones de nuestros más íntimos secretos.
Nos faltaban, devueltas en Ella, las luces de Dani, de Pepi, de Rocío, de Antonia. Del niño que hoy es hombre y vuelve a casa de sus padres para entregarle un ramo a la Virgen, de la señora que no sostiene más que en la memoria el juego de un corral donde circulaban las amistades a la par que los infortunios o las enfermedades; de la anciana que aún por tangos y con la voz agrietada por los aguardientes de la vida canta las coplillas que resonaron en tiempo por Alfarería o Pagés del Corro. La luz de ese cuadro en la mecedora de un callejón de Fabié cubierto de musgos y adoquines, alfombrado por las angarillas y el aroma a vino blanco desparramado. La luz de esa Triana diluida para siempre en los abismos del tiempo pero no en los de la geografía.
Ahí, en aquellos gallardetes de La Oliva y Las Letanías, gritando vivas como tracas de artificio, en los moños recogidos y en los ojos de los hombres que perdieron la fe pero no la raíz; en los bloques donde se respira la vecindad de otra época; en los enrejados y en los arriates donde descansaban maltrechos pensamientos y cansadas petunias, en los ladrillos y argamasas de Nueva Europa y Getsemaní, nombres tan ajenos a nuestra pobre concepción de la ciudad pero más próximos a nosotros que cualquiera que suene a centro y a casco viejo. Era la luz de una Esperanza cumplida.
Dar las gracias
A este tipo de acontecimientos hay que ir con la menor preparación posible. No nos referimos a la preparación logística, organizativa o de intendencia; nos referimos a la preparación de creernos en potestad de dominar emociones y gobernar lo que sucede a nuestro alrededor. Son ocasiones en las que podemos -y debemos- liberar la presión de los convencionalismos y sumergirnos, de pleno, en una vorágine de impactos y experiencias que solo pueden provocar convertirnos en mejores personas.
La Virgen salió temprano, aún con el río desperezándose, y se recreó en la rama más contemporánea de su historia visitando la calle que nos recuerda que Ella misma subió a los cielos en cuerpo y en alma, sin padecimientos terrenos ni guadañas barrocas. Desde este mismo sábado, un monolito recuerda, en una de las zonas ajardinadas de la Plaza de Cuba, aquella "hermanita menor" de la calle Pureza, como bautizó el padre Cué, que es Asunción. Una Asunción reverdecida de rojos, gualdas y azules, que brillaban intensamente en las flores ya abiertas y altivas.
En los ojos de los trianeros -y de toda la ciudad ya concentrada a media mañana en torno a las andas- se adivinaba ya una única lectura. En las pupilas un libro con un solo capítulo y un solo final: llevarla. Porque la Virgen tiene su centro en Triana pero su nombre no conoce de fronteras, ni de condiciones, ni de clases. Llevarla, y ya está, porque como faro que es en faro se convierte para despejar la sombra de los prejuicios, los clichés y las deficiencias estructurales.
El Tiro de Línea es que, cuando se pone, se convierte en una auténtica lección magistral al aire libre de cómo interpretar la vida en cualquier circunstancia. Vale que las interpretaciones son personales, pero por algo será que todos nos vemos reflejados en esa forma de ser cuando nos cruzamos con el Cautivo. La Esperanza y el Cautivo, frente a frente; el uno con las manos atadas, aquella tendiéndoselas. Dos faros frente a frente, aupados en las marejadas de la devoción, en los acantilados de dos océanos que lloran y ríen por igual. Aquello fue una fiesta y supuso el peaje definitivo en este maratón de felicidades, donde familias, niños y ancianos, como esperando el milagro de un nuevo Lunes Santo, se reunían en portalones y se arremolinaban en ventanucos.
"La Esperanza no es lo mismo que el optimismo. La Esperanza es la certeza de que algo tiene sentido". Esta frase, convertida prácticamente en voto y dogma ante todo el que pasaba, se leía en una de las rejas de uno de los infinitos bloques de La Oliva, ya más allá de Celestino Mutis, allí donde parece que la ciudad se descose y es otra cosa, siendo aún más pura y más cierta. El cielo se descerrajaba en pólvora y en sevillanas, y entonces esa luz de la Virgen se deshizo en vivas, en piropos sin medida y sin reproches, en pétalos y en flores que apenas dejaban entrever la sola diferencia estética e insignificante entre las corbatas y las pinzas, las chaquetas y los moños, los patinetes y los mocasines. La Esperanza estaba en el Polígono Sur, lo más y único importante, habiendo trazado en el aire de la ciudad una atmósfera de citas irrepetibles.
Rayaban las cinco de la tarde y una atronadora ovación rompió el silencio de la maniobra final: retirar la corona de la Virgen. Un gesto puramente logístico que significó la simbólica y definitiva a Pío X. Al Polígono Sur. A los confines de nuestro propio nombrey Aquí está la Esperanza. La que se estaba esperando.
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