Cada segundo de la Semana Santa de Sevilla es definitivamente aprovechable. Nada se desdeña, todo se exprime, hasta que se vacíe el cajón de las posibilidades y el espíritu se rearme antes de que la espera despliegue la estepa de su nombre. En la noche del Sábado Santo, cuando todas las luces se apagan para dar paso a la luz proverbial de nuestro credo, la Esperanza nos resuelve la incógnita del vacío. Aún hay tiempo para el asombro, la sorpresa; en un recóndito espacio de nuestra derrotada persona se aloja el broche de la belleza para colmatar siete días que nunca han existido. 

En el vídeo, grabado por los compañeros de La Oliva de Salteras, nos trasladamos al entorno de la Alfalfa, concretamente a la calle Boteros, donde la noche espesa y diluida del Sábado se agrieta en la candelería de la Virgen de la Esperanza, que busca la Trinidad en el zigzagueo de las sandalias. Recuerdo un Sábado Santo, anterior a la ausencia pandémica, que decidí, movido por un impulso incontenible, acompañar a la Trinidad hasta el Santuario de Los Gitanos. Piel con respiradero, en el costero izquierdo del paso, los ojos se detenían en el goteo incesante de aquel órgano de luz que se desangraba en la peana, en la mesa, en los candeleros, como un panal incendiado en los aleros del campo. Las caídas, alegremente danzarinas, aportaban la nota festiva a la solemnidad del regreso. Se estaba acabando la Semana Santa, y yo quería quedarme ahí para siempre. 

La Oliva tocaba Margot, y cada platillazo me resonaba como un aleteo de campanas cuyo final me acercaba a un vacío. Cada compás, cada nota, cada parche agotando sus esfuerzos después de una semana... Se iba la Esperanza, mujer elegantísima que en el escenario de la ciudad interpretaba el último aria de nuestra vida. Le pasa como a las sopranos de leyenda que, aunque mueran en el libreto, su voz y su recuerdo permanecen en el aire y en la memoria.