Memoria y realidad

La performatividad medieval fue sustituida por otra barroca que obedecía a unos esquemas y pautas diferentes

El altar de insignias de la Hermandad de la Cena.
El altar de insignias de la Hermandad de la Cena. / Juan Carlos Vázquez

13 de abril 2025 - 05:51

HOY es Domingo de Ramos, comienza la Semana Santa y, con ella, nuestras calles se llenarán de desfiles procesionales. El origen de esta práctica hunde sus raíces en la Edad Media, concretamente en la década de los años 20 del siglo XVI, cuando las hermandades de Vera Cruz comenzaron a procesionar. Solo ellas pudieron hacerlo, porque el objetivo primordial de este acto era, mediante la flagelación pública, derramar sangre, al igual que Cristo lo hizo en la cruz, para lograr el perdón de los pecados. Los impulsores de esta devoción a la sangre de Jesús y a la Vera Cruz en la que murió fueron los franciscanos, quienes en sus conventos promovieron la fundación de hermandades con estas advocaciones que, insisto, fueron las primeras en procesionar durante la Semana Santa.

Estas procesiones se caracterizaban por su austeridad y sencillez. Al frente del cortejo iba una seña, generalmente de color negro, seguida de los verdaderos protagonistas, los cofrades de sangre. Ataviados con capirote romo y camisas de angeo curado para empapar la sangre, recorrían las calles flagelándose con las disciplinas. A continuación, iban los cofrades de luz portando candelas en las manos. Cerraba la procesión un crucificado pequeño que respondía a una de las devociones que dio origen a las procesiones de Semana Santa, Cristo muerto en la cruz pasional, en la Vera Cruz. Lo portaba un clérigo acompañado de dos hermanos, de ahí sus reducidas dimensiones. Nada más, ni pasos, ni flores, ni bordados, tan solo el acompañamiento musical de un tambor templado y una trompeta tocando a dolor.

Que las mujeres tomaban parte en las procesiones como hermanas de sangre es un hecho probado en las reglas, las cuales de manera insistente prohíben tal participación. Debían integrar el cortejo dentro del grupo de luz, con la cara descubierta y con hábitos determinados según cada cofradía. Pero lo cierto es que durante todo el siglo XVI los estatutos reiteran esta proscripción, ellas seguían allí.

Por tanto, la disciplina pública fue el elemento fundamental dentro de la celebración de las procesiones de Semana Santa durante prácticamente la totalidad del siglo XVI. La contemplación de la procesión de disciplina provocaba entre sus contemporáneos una fascinación que provenía del uso del sufrimiento. Atendiendo a sus componentes simbólicos y culturales, debe ser entendida dentro del contexto histórico que la generó y de los fines que perseguía, sentir el amor de Dios así como fomentar la paz y una fuerte cohesión social. Los gestos y expresiones buscaban con la performatividad creada alcanzar la salvación.

Todos los sentidos del cuerpo se activaban durante esta procesión, pues se estaba expuesto al sonido de los de los latigazos y el llanto de los flagelantes, la visión de la carne lacerada, el olor a sangre, el dolor de la flagelación, el sabor de las lágrimas que corrían por el rostro. Gestos, experiencia sensorial y emociones se entrelazaban tanto en el plano espiritual como en el social.

La conmoción provocada por los cofrades de sangre ayudaba a los fieles a vivir el vía crucis de Jesús en “tiempo real”. Participaban en los sufrimientos de Cristo mientras caminaba dolorosamente hacia su muerte en el Gólgota y, por tanto, hacia la redención de la humanidad. Muerte conmemorada y muerte ritualizada se imbricaban en una performatividad con claros fines salvíficos y redentores.

A partir del siglo XVII las transformaciones del entramado físico de Sevilla y las políticas culturales más amplias del concejo influyeron en las actitudes de sus cofradías hacia la ceremonia y el espectáculo. Está claro que el Barroco modificó la dialéctica de teatralidad y profunda interioridad de la procesión de disciplina, sin que sepamos hasta qué punto las juntas de gobierno de las cofradías se inspiraron en las procesiones cívicas a la hora de codificar sus procesiones. Quizás tentadas por la experiencia visual y sensorial que generaban formalizaron la procesión de disciplina cambiando la práctica y el sentimiento. Las nuevas normas que restringían la libertad y espontaneidad durante los rituales también moderaron el fervor penitencial, a partir de una liturgia que controlaba y disciplinaba los impulsos de los cofrades de sangre y de sus espectadores. Con ello se disipó el fervor que había hecho tan atractiva la flagelación voluntaria.

La performatividad medieval fue sustituida por otra barroca que obedecía a unos esquemas y pautas muy diferentes. Todo lo relativo a los participantes pasaba a un segundo lugar, en favor de las imágenes y los elementos materiales presentes en la procesión. La riqueza y la suntuosidad acabaron imponiéndose sobre las emociones que la experiencia de la disciplina generaba entre los cofrades de sangre y quienes contemplaban sus sufrimientos en busca de la redención, el perdón y la salvación en el más allá.

Desde entonces, y espacialmente en nuestros días, mucho ha cambiado el sentido de las procesiones. A todos ustedes, participantes y espectadores, les pido respeto y conciencia plena de lo que estamos celebrando. Si piensan en los orígenes les resultará fácil entender el por qué.

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