La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El gran detalle del mensaje del Rey
El rastro de la fama · Juan Carlos Marset
-Usted desembarcó como estudiante en la Universidad Autónoma de Madrid en 1980, con la Transición dando sus últimas bocanadas y en plena efervescencia de aquello que se denominó como la movida. ¿Fueron buenos tiempos?
-Llegué a una universidad pos-sesentaochista para estudiar Filosofía. La Autónoma tenía profesores de todo tipo: comunistas, socialistas, católicos, etcétera, y la ideología era todavía algo fundamental tanto en la actitud personal como en la formación académica. Sin embargo, como ha señalado, también era el Madrid de los ochenta, cuando estaba surgiendo una nueva forma de cultura liberadora de muchos tabús y complejos heredados. Viví aquel ambiente, pero también el Madrid de Dámaso Alonso, de Luis Rosales, de Gerardo Diego... Aleixandre, que era el guardián de la memoria de la poesía española... Es decir, que para mí Madrid fue una experiencia de juventud y de ruptura, pero también de contacto con la memoria más valiosa de la tradición cultural española.
-Así que estuvo en la casa de Aleixandre en la calle Velintonia de Madrid, un auténtico lugar de peregrinación para generaciones de poetas españoles. ¿Qué recuerda de aquellas visitas?
-Estuve sólo una vez. Fui con el poeta sevillano Jesús Aguado y le llevé su Antología personal, editada en Seix Barral, para que me la firmase. Recuerdo una conversación impresionante sobre la muerte y los peligros que acechan a la libertad del creador. En concreto, se refirió al caso de Oscar Wilde y de cómo la presión moralista de la sociedad de su época no sólo lo mató físicamente, sino que también mató a su escritura. Hizo hincapié en que hay que defenderse de los que destruyen la dignidad de la persona, que es también la dignidad de la palabra. Para mí, que entonces tenía 21 años fue una conversación muy reveladora. No volví a verle.
-¿Y Dámaso Alonso era tan triste como aparenta en los manuales de Literatura?
-Lo invitamos a un ciclo de la Autónoma para que hablase de San Juan de la Cruz. No era una persona triste, al contrario. Era un gran amante de la poesía y de la sabiduría. Está claro que ese sufrimiento que transpira toda su poesía era algo que estaba en su conciencia y en su forma de ver la vida, pero en el trato era un encanto. Algo parecido le pasaba a Cioran, al que también conocí en París, que se pasó toda la vida pensando en el suicidio y no había nadie tan vitalista como él.
-Déjeme que le pregunte también por Gerardo Diego.
-Vino a Santander cuando yo todavía estudiaba Bachillerato en el Instituto José María Pereda. Casi todos los muchachos le daban papeles para que firmase autógrafos como Raphael o Julio Iglesias, pero yo le llevé su Segunda Antología, editada por Austral, subrayada de pe a pa. Eso le llamó mucho la atención y quedamos para desayunar la mañana siguiente. Fue muy generoso, pero después demostró que era un auténtico cascarrabias. Una vez que lo visité en Madrid me echó de su casa cuando mencioné el nombre de María Zambrano. Le había mentado la bicha, la mujer republicana. Me dijo que le estaba empleado por atender a niñatos. También me dijo que él entregaba sus poemas a un hermano jesuita para que certificara que no estaban contra el dogma de la iglesia... No volví a verle, pero sigo disfrutando mucho de su poesía y de la sonoridad de su lenguaje.
-Aunque comenzó la carrera en la Autónoma, la finalizó en la Universidad de Sevilla. ¿A qué se debió este cambio?
-Yo estudiaba Filosofía y ya me había decantado por la Estética. Vine a Sevilla, fundamentalmente, porque aquí enseñaba Diego Romero de Solís. Un profesor me había dado su magnífico libro Poiesis. Las relaciones entre la filosofía y la poesía, un tema que a mí me apasiona. Lo leí y decidí venir.
-María Zambrano ha sido una persona fundamental en su vida. A ella le dedicó su tesis doctoral y lleva años embarcado en una gran biografía de la que ha publicado, hasta el momento, sólo el primer tomo. ¿Por qué esa vinculación?
-Todavía estaba en el Bachillerato cuando leí Claros del bosque. Para mí fue una revelación y leí todo lo que encontré de ella. Un día estaba en Sevilla haciendo cola para hacer unas fotocopias y llevaba varios de sus libros, lo que hizo que se iniciase una conversación a tres bandas entre Jesús Aguado, otro compañero y yo. Así nació el Aula María Zambrano. Una hija de Aquilino Duque que era compañera de la Facultad me dijo que la conocía y que había bailado sevillanas sobre la mesa de su casa en Ginebra. El propio Aquilino me animó a escribirle. Ella me contestó y ahí comenzó nuestra relación.
-Una relación que fue más allá de lo académico y lo intelectual. Fue una verdadera amistad.
-Fue una relación más que familiar. Se preocupaba por los problemas más prosaicos de mi vida, como si fuera una madre o una hermana: si tenía dinero, si llevaba un bocadillo para el viaje, si había conseguido una beca... Luego me di cuenta de que ésta es una característica común a todos los exiliados. Un día me escribió una carta, dirigida también a todos los miembros del Aula María Zambrano, en la que nos decía que éramos los primeros a los que notificaba que había decidido volver a vivir en España. Le compramos en la calle Sierpes un mantón de hilo blanco muy bonito y fuimos a visitarla a Madrid.
-¿Cómo era María Zambrano en las distancias cortas?
-Era muy divertida, simpática y cariñosa. Una vez fuimos cuatro jóvenes a visitarla y nos preguntó cuantos años sumábamos juntos. Le respondimos que 86 años. "Bien" -dijo ella- "yo tengo 82, hacemos buena pareja". Sin embargo, cuando conversaba de filosofía y, sobre todo, cuando dictaba textos, se transformaba. Hablaba con un tempo increíblemente enigmático, un tempo musical. Muchas veces yo llegaba de la calle acelerado y empezaba a contar mis historias. Ella me dejaba y luego iba templando hasta que entrábamos en su tempo, entonces la conversación se convertía en otra cosa. Tenía algo de sibila. De pronto te decía frases tremendas sobre tu destino o sobre tu necesidad de cambiar o de hacer algo. Tenía una fuerza de sacerdotisa.
-Con el primer tomo de la biografía de María Zambrano, el dedicado a los años de formación, usted ganó el premio Antonio Domínguez Ortiz de la Fundación Lara en 2004. Sin embargo, casi diez años después, todavía no se ha publicado el segundo. ¿Cuándo lo veremos en las librerías?
-Bueno, llegó la política y ese y otros proyectos quedaron parados. Ya tengo dos volúmenes más escritos y, en total, calculo que la obra tendrá unos seis tomos. Ahora estoy con María Zambrano en Chile, en el año 1936. La Fundación Lara es partidaria de esperar a que la obra esté finalizada por completo, algo que espero que ocurra en unos cinco años.
-Seis tomos... No está nada mal.
-Sí serán cinco volúmenes y un sexto dedicado a su regreso a Madrid. Este último lo contaré como una crónica, porque es algo que me ocurrió directamente a mí.
-Su dimensión como poeta también es muy desconocida para el gran público, pese a que fue premio Adonais y que este mismo año vio la luz su último poemario, Laberinto. ¿Cuáles son sus autores de referencia?
-Es muy difícil encontrar a un poeta que tenga todo lo que te interesa. Todos los poetas tenemos una especie de santoral o de fuentes que muchas veces son contradictorias entre sí. De la tradición española, es San Juan de la Cruz el autor que está más presente en mi poesía. También Quevedo, Góngora y, cada vez más, el Cancionero, Bécquer... Respecto a los universales leo casi a diario a Elliot, a Rilke...
-Su condición de poeta va íntimamente ligada a la de impulsor y director de Sibila, uno de esos raros ejemplos de revista literaria que consigue sobrevivir en el tiempo.
-Sibila, cuyo último número salió la pasada primavera, va a cumplir ya los veinte años y los 43 números . Hubo un periodo de dos años, coincidiendo con el nacimiento de mis dos hijos, en el que no la sacamos, pero luego, gracias al patrocinio de la Fundación BBVA y a la labor de amigos como el escultor Juan Muñoz o el abogado Antonio Garrigues Walker, se consiguió una fórmula de financiación que se ha mantenido quince años y que no se ha visto alterada por la crisis.
-¿Cómo surgió Sibila?
-Siempre he sido muy aficionado a las revistas literarias. De hecho colecciono algunas históricas y, siempre que puedo, porque son muy caras, se las compro a Abelardo Linares o por internet. Tengo ejemplares de las de Lezama Lima; de Índice, de Juan Ramón Jiménez, etcétera... En mi época, hacer una revista con unos amigos era una manera de ser, de manifestarse, formaba parte de la fenomenología de ser poeta. Yo tenía un cierto proyecto y una idea empresarial: hacer una revista con ediciones gráficas que sirviesen para hacer rentable una publicación de poesía. La cosa funcionó. Es verdad que también tuvo el apoyo de amigos como Gordillo, Chillida, Juan Muñoz, Alberto Corazón, Broto, Sicilia, Chema Cobo, Nacho Criado... En total, han sido más de 700 los colaboradores que han pasado por las páginas de Sibila.
-Es una revista con una gran calidad en el fondo y en la forma.
-Tenía claro que la revista debía de ser excelente. Fue en Nápoles, el año que estuve allí con una beca que conseguí gracias a María Zambrano, donde conocí el papel Amalfi. Cuando vi aquel papel me di cuenta de que ya tenía la revista y que lo único que había que buscar era qué poner sobre el mismo. Todo en la revista remite a Nápoles, empezando por el nombre, que se debe a la Sibila Cumana, una figura mitológica que también vinculo a María Zambrano como personaje casi milenario.
-A usted lo fichó para la política Alfredo Sánchez Monteseirín, que lo nombró delegado de Cultura. ¿Cómo dio aquel paso?
-Nunca he sido militante, pero no oculto mi simpatía y mi compromiso con el Partido Socialista. Sobre todo por María Zambrano, quien me enseñó a no fiarme de los comunistas ni de los anarquistas. De éstos decía que se vendían muy baratos y que los infiltrados de la Policía siempre estaban en sus filas. Con María Zambrano conocí la tradición del PSOE de Besteiro, que era su profesor de Lógica, de Fernando de los Ríos... Es decir, el del institucionismo, que tenía una visión muy diferente a la del otro PSOE de Largo Caballero.
-Su gran aportación en Sevilla fue modernizar la Delegación de Cultura y montar el Instituto de la Cultura y las Artes de Sevilla (ICAS) siguiendo el modelo de Barcelona.
-Creo que en mi época abrimos la delegación a todo el mundo que viniese con una propuesta seria y viable. Lo tuve fácil porque ya contaba con un plan estratégico en el que habían intervenido personas como Chus Cantero o Juan Ruesga, un estudio completo de las demandas, las oportunidades y las necesidades de la ciudad. Gracias al ICAS pudimos hacer políticas más ambiciosas en teatro, música...
-¿Y cómo ve ahora la política cultural de la ciudad?
-Creo que hay una regresión, que en los últimos tiempos la cultura se vuelve a considerar un lujo, un estorbo, un jarrón chino, como dice Felipe González... En mi época creo que conseguimos que la cultura tuviese centralidad y transversalidad. Ahora mismo se mantiene el ICAS y muchos de sus logros.
-¿Alguna frustración?
-Algunas. Ahí está el Centro de las Artes de Sevilla (CAS). Preferí hacer una apuesta arriesgada con Pedro G. Romero, un artista radical. Luego no funcionó, me equivoqué. En fin... prefiero un fracaso por exceso que no por defecto de ambición.
-Sánchez Monteseirín ha sido el alcalde que más ha durado en la democracia. Sin embargo, al final ha sido muy denostado.
-Existía la consigna de que había que acabar con el gobierno socialista de la ciudad.
-¿Y quién dio esa consigna?
-El Partido Popular.
-Era su obligación...
-Bueno, también había sectores de la ciudad vinculados a la energía, al medio ambiente, etcétera, que se veían perjudicados. También personas que, por motivos ideológicos, estaban muy incómodos con un gobierno en el que había comunistas. Muchos medios de comunicación también jugaron a la humillación y eso fue calando. Sin embargo, hubo una gestión impresionante. Con Monteseirín no había una hora de respiro. Había que hacer las cosas y había que hacerlas bien.
-Dicen que las 'setas' fueron la tumba del PSOE en Sevilla. ¿Qué opina de este proyecto?
-Estéticamente me parece un poco fuera de escala, pero no me cabe la menor duda de que es un edificio muy sevillano, inspirado en la celosía, el ficus... El gasto no fue tan descomunal como otros proyectos de otras ciudades y era el momento en el que todas las urbes construían hitos. Monteseirín quería mostrar la modernidad de su gestión. Hay que preguntarle a los vecinos y a los comerciantes si les gusta o no. El alcalde se quemó y era consciente de que lo hacía, porque la única manera de sobrevivir en Sevilla es no haciendo nada, que es lo que está haciendo Zoido.
-A la política nacional lo llevó el ministro de cultura César Antonio Molina para dirigir el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y la Música.
-Fue una época que disfruté mucho, pero muy sacrificada, porque César Antonio Molina es un hombre que a las seis de la mañana ya te estaba llamando por teléfono. Fue un periodo en el que, cómo los Scouts me enseñaron, intenté dejar las cosas un poco mejor.
-¿Volverá a la política?
-Si me llaman, sí.
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