Calle Rioja

La Ínsula Barataria de la Cruz Verde

  • La Bodega Mateo Ruiz, especialistas en bacalao de Islandia y en vinos de Valdepeñas, cumple este año un siglo desde que un montañés lo abrió en la calle Feria

Mateo Ruiz, con sus hijos Raúl (izquierda) y Roberto (derecha).

Mateo Ruiz, con sus hijos Raúl (izquierda) y Roberto (derecha). / José Ángel García

ES como la Ínsula Barataria que Alonso Quijano le prometió a Sancho. Bacalao de Islandia, vino de Valdepeñas. Son las dos columnas sobre las que reposa la tradición de la bodega Mateo Ruiz, con un siglo de historia a sus espaldas, con su tercera generaicón tras el mostrador: Roberto Ruiz (1984) en la barra, y Raúl Ruiz (1987) en la cocina. Con ellos, el padre de ambos, Mateo Ruiz Fernández (1941), hijo de un cántabro de Susvilla, en la Vega de Carriedo, que abrió la bodega en 1918, el año que acaba la Primera Guerra Mundial, en el número 100 de la calle Feria.

Mateo y su hijo Raúl son mudos. Roberto, químico de profesión, es el portavoz de la familia. Sevilla tiene una Cuesta del Bacalao y un Bacalao llano en el número 33 de la calle Palacios Malaver, que desde Ómnium Sanctórum atraviesa la Cruz Verde para desembocar en Montesión. “Lo que es el bar era el almacén de los bocoyes”, dice Roberto.

En Casa Mateo los clientes se contagian de este páramo contra los ruidos y el alboroto. Se habla en susurros, como en confidencias. Cada cliente con su afán. El que prepara las clases para el instituto en San José de la Rinconada; el que llega con su instrumento musical a la espalda; o Luis Miguel Martín Rubio, que hace un alto en la mañana de gestiones jurídicas. “Aquí hay un lenguaje propio de comunicación”, dice el que fuera delegado del Seguridad del Ayuntamiento. Si hubiera un esperanto, éste sería el bacalao que se multiplica en la carta: bacalao al ajillo, crudo, en aceite con almendras y piñones, frito, tortilla de bacalao a la vizcaína, pepito de bacalao en aceite con cabello de ángel.

Ayer se firmó en el mostrador de Casa Mateo un pacto entre dos músicas sin palabras, la del vaivén de vasos y platos con partituras porcinas de Guijuelo (Joselito) y de Cortegana (Lazo) y el jazz. Mateo y sus hijos acordaron con Vicente Sanchis y Antonio Acosta, antiguos trabajadores de Astilleros que fundaron la asociación cultural Apolo y Baco, celebrar en este bar el próximo miércoles con una cata de Vega-Sicilia el centenario de la llegada del jazz a Europa. Antonio lleva en el cuerpo una copa de moyate y en la mano un disco de Miles Davis y Bill Evans.

Feria, 100. 1918. Una foto fundacional hace coincidir el número original de la calle –hoy es el 88– con los 100 años de historia del local. Aquí la música es callada, como la del toreo en el libro que Bergamín le dedicó a Rafael de Paula. Un bar donde todavía se hacen las cuentas con una tiza sobre el mostrador. Hay una imagen de la Virgen de la Candelaria, patrona de Canarias. “Mi padre conoció a mi madre en un viaje de vacaciones a Santa Cruz de Tenerife”, dice Roberto.

Antonio Vázquez nació en la calle Arrayán, jugaba al fútbol en la plaza Calderón de la Barca, detrás del mercado de la Feria, y al escondite en las bodegas del bar de Mateo Ruiz. El padre de Vicente Sanchís venía desde el Tiro de Línea a comprar el vino.

Los hijos de Mateo celebran el año del centenario trabajando. “No está la cosa para tirar cohetes”, dice Roberto. Con la caña y el tinto siempre hay un plato de altramuces para facilitar la digestión. El sonido es idéntico con el bar lleno que cuando se va quedando vacío. Mateo Ruiz es uno de los milagros de la ciudad de Sevilla, un misterio entre las islas nórdicas y un lugar de la Mancha del que siempre quiere acordarse. La heráldica del bar es un bacalao que se sirve frito y fresco. El cambio climático. También aparecen las palabras Chacinas, Quesos –el viejo es excelente–, Gambas y vinos de Valdepeñas. En la ciudad de las franquicias y los exotismos previsibles, como último mohicano de la restauración permanece esta rareza de la Montaña sin sermones. En Casa Mateo se detiene el tiempo. El año que el jazz entró en Europa con el fin de los cañonazos y los bombardeos, con Belmonte, hijo de esta calle, y Joselito el Gallo como señores de las plazas, abría sus puertas un santuario para gentes sin prisa y sin esdrújulas. Se habla con gestos y todo se entiende. Una aguja en este pajar del estrépito y la cacharrería.

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