Qué es el internet de las cosas y por qué pone a prueba la privacidad

El término IoT engloba a todos aquellos objetos físicos conectados a internet y capaces de recoger, intercambiar y procesar datos sin intervención humana directa.

La privacidad, la gran ausente del internet de las cosas

Dispositivos conectados a internet.
Dispositivos conectados a internet. / Andrey Matveev, Unsplash

El internet de las cosas (IoT, por sus siglas en inglés) es el término que engloba a todos aquellos objetos físicos conectados a internet y capaces de recoger, intercambiar y procesar datos sin intervención humana directa.

A diferencia de un ordenador o un teléfono móvil, estos dispositivos suelen funcionar de forma silenciosa, continua y, en muchos casos, prácticamente invisible para el usuario.

En el ámbito doméstico, el IoT incluye desde altavoces inteligentes, cámaras de seguridad, termostatos y bombillas conectadas hasta relojes inteligentes y asistentes de voz.

En otros entornos, se extiende a sensores urbanos, sistemas de tráfico, dispositivos médicos, contadores inteligentes de energía, maquinaria industrial o infraestructuras críticas.

Todos ellos comparten un rasgo común: generan datos de manera constante. Y esa constancia, que la industria presenta como una virtud, es también el origen del problema.

Datos personales que van mucho más allá de lo evidente

El principal desafío para la privacidad reside en la naturaleza de los datos que recopilan estos sistemas. No se trata solo de información identificativa, sino de datos que permiten inferir hábitos, rutinas, comportamientos y, en algunos casos, aspectos muy sensibles de la vida de las personas.

Un sensor de movimiento puede revelar cuándo una vivienda está ocupada; un reloj inteligente puede ofrecer información sobre la salud o el estado físico; un asistente de voz puede registrar patrones de consumo, preferencias o conversaciones. Analizados de forma conjunta, estos datos dibujan perfiles muy precisos de los ciudadanos, a menudo sin que estos sean plenamente conscientes de ello.

La promesa era hacernos la vida más cómoda. Nadie aclaró que el precio sería convertirnos en sujetos permanentemente observables.

Sistemas complejos, responsabilidades difusas

A diferencia de otras tecnologías digitales, el IoT se apoya en ecosistemas muy fragmentados, donde intervienen fabricantes de hardware, desarrolladores de software, proveedores de servicios en la nube y plataformas de análisis de datos.

Esta complejidad hace que, en muchos casos, no esté claro quién es el responsable último de proteger la información del usuario. Una ambigüedad que no es accidental: cuando las responsabilidades se diluyen, también lo hacen las consecuencias.

Además, muchos dispositivos tienen capacidades limitadas de procesamiento y seguridad, lo que dificulta la implementación de mecanismos avanzados de protección de datos. A ello se suma que algunos productos llegan al mercado con configuraciones poco seguras por defecto o sin actualizaciones garantizadas a largo plazo.

La lógica es implacable: invertir en seguridad no vende más unidades, pero comercializar dispositivos vulnerables tampoco resta compradores.

El reto de aplicar la normativa de privacidad

La entrada en vigor del Reglamento General de Protección de Datos (GDPR) en la Unión Europea supuso un avance significativo en la defensa de los derechos digitales.

Sin embargo, su aplicación en entornos IoT plantea dificultades prácticas: ¿cómo se informa adecuadamente al usuario cuando no hay una interfaz clara? ¿Cómo se obtiene un consentimiento informado? ¿Cómo se garantiza el derecho a borrar los datos en sistemas distribuidos donde la información viaja entre decenas de servidores?

Estos interrogantes explican por qué la privacidad en el internet de las cosas se ha convertido en uno de los grandes debates tecnológicos y sociales de nuestro tiempo. No se trata solo de proteger dispositivos, sino de proteger a las personas en un mundo cada vez más conectado. Un mundo donde la tecnología, para ser verdaderamente útil, debe ganarse la confianza de quienes la utilizan.

Y esa confianza no se consigue con términos y condiciones de 40 páginas que nadie lee, ni con discursos corporativos sobre innovación responsable. Se construye con garantías reales, controles efectivos y, sobre todo, con la certeza de que la privacidad no es un obstáculo para el progreso, sino una condición imprescindible para que ese progreso sea legítimo.

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