¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Ussía, el último acto del “otro 27”
HISTORIAS TAURINAS
La imagen pertenece a la más inconfundible iconografía taurina: el aficionado rumboso, trajeado y aliñado, que reserva su mejor habano para una tarde escogida en la que las volutas azuladas se mezclan con el perfume femenino en esa atmósfera intransferible que rodea las tardes de toros. Y es que el humo de los cigarros -cada vez con mayor contestación, ésa es la verdad- y el revuelo de los capotes siempre han ido de la mano. Pero la nueva vuelta de tuerca en la legislación antitabaco podría dar la puntilla a esa estampa que quedaría como mero aguafuerte costumbrista, perpetuado en nuestros tiempos por Morante de la Puebla que no separa el traje de luces de ese inmenso veguero que enciende con delectación y apura con rito litúrgico.
El espectáculo se había venido librando hasta ahora de las crecientes restricciones al fumeque. Primero, en tiempos del ínclito Zapatero, fueron los reservados de los restaurantes y, poco después, la prohibición total de fumar en los establecimientos hosteleros, ganando terreno en una sociedad cada vez más refractaria al consumo de nicotina que más pronto que tarde verá desterrar el vicio de las terrazas de los bares, las piscinas, los centros educativos o las marquesinas de los autobuses públicos. La futura norma, ampliada, modificaría el artículo 7 de la Ley 28/2005, vedando nuevos espacios al imperio del humo además de igualar los vapeadores y los cigarrillos electrónicos con los tradicionales.
Así se aprobó en el último consejo de ministros aunque a la norma aún le queda el habitual y farragoso proceso administrativo antes de ponerse en vigor. Eso sí, el proyecto de ley alcanzaría a los festejos taurinos incluidos dentro del listado de eventos que se celebran a cielo abierto, caso de los conciertos o las corridas de toros. Se entiende que desaparecería el humo en los tendidos; también entre barreras…
La anécdota la presta la más rabiosa actualidad: fue en El Puerto, en los rescoldos de la polémica que siguió al supuesto veto de Roca Rey en la pretensión de Morante para ocupar la vacante de Cayetano en Santander. Se vieron las caras en la Plaza Real y el peruano se pasó de rosca en un quite inoportuno que alentó la recriminación del de La Puebla. La respuesta del limeño ya figura en el anecdotario taurino: “Maestro, fúmese un purito despacito…”
Y es que las estampas taurinas unidas al tabaco son tan variadas como antiguas: desde los retratos decimonónicos de estudio -los espadas posan para la cámara con pantalón abotinado, chupa de terciopelo, faja a la rondeña, calañés calado y caliqueño humeante- al conocido cuadro romántico de Francisco Montes Paquiro, legislador del toreo a pie en la bisagra del siglo XIX, inmortalizado con monterrilla rizada, gruesa pañoleta y el sempiterno cigarro en la mano.
El tabaco, ese cigarrito en la puerta de cuadrillas para templar los nervios, ha sido compañero inseparable de los coletudos desde la arqueología del oficio aunque la palma se la llevaba Antoñete -su tabaquismo era pertinaz y exacerbado- que apuraba el último winston con la montera calada y el capote liado antes de hacer el paseíllo. Una insuficiencia cardiorrespiratoria, herencia de su adicción al rubio americano, estuvo a punto de llevárselo por delante la última que se vistió de luces, el 1 de julio de 2001 en la plaza de Burgos apurando su carrera contra toda lógica ¿Habrá escogido el escultor Martín Lagares el sempiterno cigarrillo para modelar al torero del mechón blanco en el monumento que ultima por encargo de Morante? No tardaremos en conocerlo…
Antoñete siempre dijo que se enganchó al tabaco imitando a Manolete, que sostenía el cigarrillo con aire de estrella de Hollywood sin soltar la colilla ni en la mesa de operaciones. El Monstruo de Córdoba se llegó a encender un cigarro en la larga madrugada angustiosa de Linares. Lo apuró su primo Cantimplas, no mucho antes de su ocaso…
Fumador, y mucho, fue Curro Romero. Su salud acabaría acusándolo... El mexicano Rodofo Rodríguez El Pana, una de las últimas víctimas de la fiesta, hacía el paseo con una manta terciada y su larga coleta natural sin dejar de jalarse un inmenso habano. Talavante o Manzanares son otros de los que echan humo en el callejón entre toro y toro. Y son más que conocidas las fotografías de Belmonte, mascando el colillón con su inconfundible estampa.
Mención aparte merece Rafael El Gallo, inseparable de esos habanos que formaban parte de su propia estampa. Son los mismos puros que le llovieron a centenas desde los tendidos, muchos años después de la Edad de Oro, en el festival organizado en su homenaje en la plaza de Las Ventas en 1957. El viejo Manzanares siempre repetía que había tres cigarrillos infalibles a los que nunca pensaba renunciar: el de después de comer, el de después de torear y el después de amar… Con las nuevas componendas lo tendría crudo para los dos primeros.
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