Una buena corrida de toros
CONTRACRÓNICA: DÉCIMOTERCERA DE ABONO
El envío de Juan Pedro Domecq, el más completo hasta ahora, brindó un lote de revolución que enseñó el sótano profesional de Sebastián Castella en una tarde que incluyó el magisterio de Urdiales y la exquisita personalidad de Aguado
La corrida de Juan Pedro Domecq, toro a toro
Cuestiones de cifras y letras
YA es, al mejos hasta ahora, la corrida más completa de la Feria; la de juego global más compacto; la de lectura más nítida y la que propició -con sus cimas y sus simas- el espectáculo más entretenido a pesar de la inevitable derrota del reloj, agravada con este tardío horario experimental que quizá haya que devolver al cajón de las buenas intenciones. La gran virtud del envío de Juan Pedro Domecq fue mantener el interés, incluyendo el feble primero, que tampoco se comió a nadie. Pero en el encierro llegado desde los cerrados de Lo Álvaro -sumando un sexto a contrapelo y ese cuarto de fondo escondido- hubo tres bolas premiadas con un lote de verdadera revolución que iba a caer en las manos menos adecuadas.
La historia quiso que el festejo fuera precedido del emocionante repique a rebato del campanario de la Giralda proclamando a los cuatro vientos que la cristiandad ya tenía nuevo Papa. Para qué vamos a negarlo: los primeros compases de la lidia se vivieron pendientes de las dichosas pantallitas que marcan -como un diapasón inevitable- el ritmo de nuestras vidas. Con el anuncio del cardenal protodiácono, que desveló la identidad del nuevo Pontífice recuperamos la atención exclusiva del ruedo.
Los toreros suelen invocar a la suerte como un factor fundamental en el devenir de sus carreras, especialmente en los momentos más bajos. Pero también habría que quejarse de la mala suerte de algunos toros con los toreros que tienen delante. Si Sebastián Castella había pasado como una sombra desvaída en su primera tarde -otorgándole el beneficio de la duda de la espesa corrida de Jandilla- en esta ocasión iba a desaprovechar lastimosamente dos excelentes ejemplares que, posiblemente, conformaron el lote más compacto de todo el ciclo. En el primero ya le dieron una oreja intrascendente que el presidente Fernández-Rey iba a negar con el quinto cuando el despropósito se había consumado entre el beneplácito de la inmensa mayoría de ese público amable del corazón de los farolillos que no acude a la plaza a complicarse la vida demasiado. El caso es que el francés ya forma con Manzanares y Talavante ese trío de la bencina que se perpetúa en todas las ferias con el oxígeno artificial del los fontaneros del sistema sin que la patronal del toreo mueva un músculo. Mientras tanto hay toreros -Jiménez Fortes contemplaba la corrida desde un tendido- que merecerían promoción y oportunidades. Así está esto.
Pero la corrida dio para más, para mucho más: la memoria, siempre la memoria, dibuja nítidamente la faena preciosista de Pablo Aguado con el buen tercero en el cierre de una Feria que le ha acercado a sus mejores fueros, revelando una ilusionante ambición y una renovada capacidad. En su faena hubo delicias de auténtica orfebrería en medio de una labor tocada por la armonía. Pero los buenos aficionados también recordarán mucho tiempo, sin que sonara ni una nota de la banda de Tejera, el trasteo trascendente de Urdiales con el cuarto. El riojano -con sus bordados de pámpanos- supo extraer con paciencia de alquimista el buen fondo del animal para construir un magistral trasteo de ritmo, hondura e intensidad crecientes rematado con una estocada de premio.
La corrida escondía otra intrahistoria. No había sido un día fácil para su mayoral, Emilio Romero. Por la tarde acudió puntual a contemplar el juego de sus toros. Para él es nuestro homenaje.
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