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Opinión

Jorge Benavides

Más sobre la misma Torre

Parecería que sobre la Torre Cajasol, destinada a ser bautizada con el nombre que le ponga su último dueño, en cuanto a su edificación y a sus críticas, ya está dicho y hecho todo.

El actual alcalde no ha encontrado la fórmula para detenerla. La Unesco está en un callejón sin salida; no puede guardar silencio, mirar para otro lado o incumplir la advertencia que hizo a las autoridades locales, pues perdería su credibilidad internacional. Ojalá no se inicie el proceso de suspensión de Sevilla como Patrimonio de la Humanidad. Los ciudadanos, por su parte, pase lo que pase, tendremos que aprender a digerir este amargo jarabe de similar manera a la que empleamos cuando vemos el gran almacén en la Plaza del Duque o las setas. Estos edificios nos recordarán que fueron construidos debido al comportamiento de un gobierno municipal que ignoró a la sociedad civil.

Los sevillanos, cansados de leer y escuchar tantos argumentos, comentarios, recursos judiciales y protestas, ya pueden apreciar con sus propios ojos y un poco de sensibilidad, la evidencia materializada que con razón se advertía en los medios de prensa. La torre desde todos los ángulos sojuzga, somete, oprime al paisaje y al conjunto histórico de Sevilla.

La capital del mundo allá por el siglo XVI, debido a sus circunstancias históricas y a la forma de ser de su gente, durante siglos ha mantenido su capacidad de acumular un patrimonio cultural denso y variado dentro del antiguo recinto amurallado; junto al excepcional (Alcázar, Giralda) o monumental (conventos y palacios), aquel significativo (corrales de vecinos, barrios), levantado con una proporción de proximidad que ha hecho posible la coherencia de los tejidos urbanos en función del clima, la unidad con diversidad, la escala acorde con el horizontal paisaje dibujado por el Guadalquivir.

Las primeras agresiones que sufrió la ciudad sucedieron durante la dictadura franquista, por ejemplo en la calle Imagen. En aquel período, las barriadas que comenzaron a surgir estaban alejadas del centro; no molestaban (Los Pajaritos, Regiones Devastadas, Los Remedios-Triana, etcétera) e incluso cuando llegaron a aproximarse a la Ronda, por una u otra razón no resultaron agresivas, fueron relativamente bajas.

A partir del período democrático la edificación cambió sus formas, pero contuvo su desafío paisajístico. La ciudad mudó sus envolventes arquitectónicos pero siguió conservando su línea de cielo. Ningún edificio podía ser más alto que la Giralda. Lo imponía el imaginario colectivo, o sea, la construcción social compartida albergada en la memoria, hecha con los materiales seleccionados existentes en nuestro entorno, de manera intelectual, visual pero también afectiva que una vez interiorizado, lo consensuamos y compartimos en sociedad. Quizá por ello emergió y prevaleció una norma no escrita pero que todos aceptábamos: ninguna edificación podía levantarse más alta que la Giralda, el más hermoso y alto símbolo, el icono de la ciudad.

En el mundo existen pocos casos similares de consenso espontáneo cívico y estético; en cambio los ejemplos contrarios son numerosos; actualmente en aldeas, desiertos y pueblos se yerguen feos y caprichosos rascacielos que por el dinero, ignoran la historia, el entorno, el paisaje y la sociedad.

Un gobierno socialdemócrata se permitió la libertad de romper la tradición y el mito enriquecedor; con ello ha iniciado el camino para hacer posible un nuevo período de agresión a la Sevilla eterna, dirigido desde su borde y periferia. En plena crisis bancaria ocasionada por la burbuja del ladrillo que precisamente ha llevado a la quiebra y al tremendo rescate de Bankia, el paisaje ha sido transformado mal debido a la paradójica necedad inmobiliaria de una caja de ahorros. Es difícil digerirlo, más todavía si se toma en cuenta que según un periódico especializado, "la Torre Cajasol elevará un 40% la superficie vacía de oficinas en Sevilla".

La torre se yergue como si fuera el enorme dedo de un gran hermano a cuya escala, proporción y orden tendrá que someterse la ciudad del futuro. Ese dedo de hormigón, cristal y cerámica ya se ve desde todo ángulo, calle o esquina menos pensada, se vaya andando, en bicicleta, en coche, en las carretas del Rocío o se esté en la Maestranza en una tarde de toros. Está y estará allí, firme como una mole.

Que se tranquilicen sus defensores: la torre no es un problema técnico, aunque llegue a vomitar 400 motos y 3.000 coches que puestos en fila supondrá una lengua contaminante de 16 kilómetros; tampoco será un problema de seguridad jurídica; doctores tiene la iglesia. Sevilla no se hará moderna o dejará de ser lo que es, debido a la torre; faltaría más.

Esto sí, la legalidad no siempre garantiza la legitimidad mucho menos cultural. Con la torre se habrá materializado un atentado cultural y cívico, una forma equivocada de hacer ciudad. Quedará como el testimonio similar a las faraónicas obras innecesarias en las que se empeñaron bancos y cajas ahora en quiebra. Lo diga la Unesco o no.

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