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Opinión

Andrés Moreno Mengíbar

Cara y cruz de una voz

LA noticia saltaba hace dos años, a principios de diciembre de 2006. En el curso de la segunda representación de la ópera Aida, el tenor protagonista abandonaba la escena con un claro gesto de desprecio hacia el público tras recibir algunos abucheos al final de su conocida aria Celeste Aida. No era cualquier momento ni cualquier lugar, pues hablamos del Teatro alla Scala de Milán en el título inaugural de la temporada, uno de los momentos señalados en el calendario lírico planetario. El cantante en cuestión era Roberto Alagna, herido en su orgullo por las sonoras críticas venidas del loggione. No era un gesto inédito en la historia de la ópera, si nos atenemos a los anales del género, pero sí era una reacción inusual en una época que parecía haber dejado atrás actitudes de divos más propias de los años cincuenta. Y, además, no se trataba de un cantante cualquiera, sino de uno de los tenores estrella del actual panorama canoro, una de las voces que más interés y entusiasmo había provocado en sus momentos iniciales.

En una entrevista para la RAI, Alagna atribuía su reacción a su sangre siciliana, que le insuflaba en las venas un acusado sentido del honor herido, a pesar de tratarse de un tenor francés de nacimiento. Y ahí, en su doble faceta de tenor francés de orígenes italianos, radica el atractivo de su voz. Primer hijo de una familia siciliana emigrada a París, Roberto Alagna, al igual que su hermanos también artistas (David, escenógrafo y Frederico, compositor) escuchó desde pequeño canciones sicilianas y arias de ópera italiana, pero sumido en un medio francófono, lo que dota a su voz, a la vez, de la pasión de un tenor italiano y de la elegancia en el fraseo de un cantante francés. Voz de prototípico tenor lírico puro, perfectamente acompasada al repertorio francés (magnífico Romeo y apasionado Don José, por ejemplo) y al belcantismo italiano, no pudo sin embargo sustraerse a los cantos de sirenas de un repertorio de mayor atractivo de masas, sí, pero necesitado de una voz de mayor potencia. Vinieron los Manricos, los Radameses, los Cyranos, los Cavaradosis y hasta algún Otello, e invariablemente aparecieron un acusado vibrato y una exageración del portamento, lo que derivó en un poco agradable amaneramiento del canto y en un artificial oscurecimiento de una voz en origen solar y brillante y que hoy ha perdido la radiación que tenía cuando en Sevilla, en julio de 1992, encarnó a un rutilante Alfredo Germont. Nadir y Cyrano en Sevilla: las dos caras de un tenor mediático.

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