La esquina

Montilla, rehén de su ambición

Aver si es capaz de explicarlo José Montilla. Si dice que el Partido Popular ha visto derrotado su recurso contra el Estatut al haber aceptado el TC la constitucionalidad plena del 95% del texto, ¿cómo es que él se declara indignado por el fallo, se pone a la cabeza de las movilizaciones de rechazo al Alto Tribunal y exige a Zapatero que renegocie el pacto entre España y Cataluña?

No lo puede explicar más que por su conversión a la fe nacionalista. Por pura ansia de poder, Montilla no dejó que en Cataluña gobernase el partido que había ganado las elecciones (Convergencia Democrática) y se puso en manos de dos formaciones soberanistas (ERC e IU), que le han conducido a una situación insostenible: tener que defender el Estatuto en su integridad, incluyendo todo lo que en él está inspirado por una concepción de Cataluña como nación que pacta de igual a igual con España.

Cualquier coma que el Tribunal Constitucional hubiese variado habría sido suficiente para justificar su sublevación. Cualquier rebajita menor le habría llevado a liderar la protesta del catalanismo agraviado, y más en vísperas de elecciones, cuando el victimismo demanda su tributo de sentimientos pisoteados por un Estado que no le entiende. Veremos, sin duda, el 10 de julio al presidente legítimo de una comunidad autónoma rebelándose en la calle contra el órgano legítimo que la Constitución estableció para garantizar que todas las leyes -también las estatutarias- se sometan a lo que la misma Constitución manda como norma suprema emanada de la única soberanía popular existente (la del conjunto de los españoles). Con razón ha hecho, Montilla, todo lo posible para que el fallo del TC no saliera antes de las elecciones catalanas. Para no tener que retratarse como rehén del nacionalismo, que es lo que el PSOE le achacó a Maragall para sustituirle por él.

Dicho todo lo cual, la sentencia del Constitucional avala la constitucionalidad de gran parte del Estatut, desmontando el apocalipsis augurado por el PP, pero rebaja con rotundidad algunas de las pretensiones más dictadas por el soberanismo. La definición de Cataluña como nación o realidad nacional es puramente retórica y carece de efectos jurídicos, no puede haber un poder judicial independiente en Cataluña, el catalán no es la lengua preferente en las administraciones y los medios de comunicación (su desconocimiento no puede ser sancionado), aunque sí es la lengua vehicular en la enseñanza, se recortan las competencias de la Generalitat en materia de impuestos locales y cajas de ahorros y se consagra la solidaridad financiera de Cataluña con las demás comunidades autónomas.

O sea, un autonomismo avanzado, con mucho poder para la periferia, que no cuestiona el Estado. Pero se pretendía otra cosa.

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