palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Revisión de la historia

CUANDO vi en televisión una hilera de mandamases, Rey incluido, presentado armas ante la espesa fila de libros del Diccionario Biográfico Español, preparado durante años por la Real Academia de la Historia, se me hizo el característico nudo en la garganta que sufro desde que era niño ante la visión de los mamotretos. No lo puedo evitar. No me asustan los libros (vivo rodeado de miles), pero sí los abusos bibliográficos, la ediciones excesivas e inútiles o de manejo imposible. ¿Quién, me pregunté, en su sano juicio (y menos con la debilidad muscular de los intelectuales) va a ser capaz de consultar por gusto semejantes ladrillos? Recordemos someramente las características de la obra en la que el Estado ha invertido más de seis millones de euros, es decir, más de mil millones de pesetas desde 1999 (reinaba entonces Aznar): cincuenta tomos, de los que hasta ahora se han editado (al parecer) veinticinco, aunque no todos se pueden consultar; precio de venta al público 3.500 euros, transporte excluido, y edición de mil ejemplares.

Con una aparición tan irregular, con ese precio y con tan escasa tirada, ¿quiénes son los destinatarios de semejante esfuerzo? ¿Qué contribuyentes del Estado español van a aprovechar esas hiperbólicas subvenciones? No lo duden: los historiadores que dentro del círculo cerrado de la academia (hay muchos e importantes excluidos) han matado el tiempo, y engordado su cuenta, durante doce años seguidos, redactando unos libros de consulta improbable. Pero sobre todo ¿qué pinta a estas alturas una edición enciclopédica en papel? ¿Qué utilidad académica tiene un diccionario cerrado, con artículos sesgados, en un mundo de conocimientos abiertos y más en una disciplina tan resbaladiza como la historia? ¿Qué utilidad, repito, tienen las enciclopedias, salvo la nostálgica, en una sociedad que ha confiado a internet y al libre debate sus conocimientos?

Todo esto pensé cuando aún no se habían filtrado los contenidos resueltamente acientíficos de algunas de las entradas, incluida por supuesto la de Franco redactada por un académico filofranquista (es catedrático y miembro de la fundación Francisco Franco, Luis Suárez) que, entre otras lindezas, se resiste a llamar pos su nombre a la dictadura y elogia "el frío valor que sobre el campo desplegaba" el tirano. ¿Qué hacemos con el diccionario? Dice la ministra Sinde que hay que corregir el contenido. ¿Revisar los 50 tomos quiere decir, reeditarlos?

Lo peor, sin embargo, no es el dispendio. Lo peor es que el parcial contenido del diccionario es un síntoma de un amplio proceso de revisión histórica que, en su visión más simplona, ejecutan con colérico afán una gavilla de falsos historiadores que copan las tertulias y las listas de libros más vendidos, y en su versión más refinada, los académicos aludidos.

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