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Muere Paul Auster

Auster, cervantino

Paul Auster.

Paul Auster. / J. P. Gandul / Efe

El propio Auster declaraba su linaje literario, incardinándose en la línea que va desde la angustia circunfleja de Kafka y Samuel Beckett a ese otro existencialismo, vivido a la intemperie, que se elucida en el Quijote de Cervantes, y a quien Rosales vinculó, acertadamente, con el drama de la libertad, en un ensayo vasto y memorable. Digo que Auster declaraba su linaje, un linaje trasatlántico y europeo, siendo así que uno cree adivinar otras presencias, que afloran a su obra, para las que no hace falta este salto al Viejo Mundo. En Auster uno cree intuir, de modo más o menos expreso, las sombras tutelares de Poe, de Hawthorne, de Ambrose Bierce. E incluso cabría añadir la huella preternatural de Lovecraft, en tanto que fantasía ominosa, exenta de trascendencia.

La causa de la atracción de la obra de Auster es, probablemente, aquella misma que provoca el rechazo de sus detractores. En Auster se ha dado, como en pocos literatos, un exhaustivo laboreo en todas las formas del misterio. Ya sea en la morfología y la textura del azar, en la adopción del género negro, o en aquellas fórmulas de la imaginación que no excluyen el terror, la estampa lírica ni la distopía científica. Hay algo en todas ellas, no obstante, que las une por encima o por debajo de lo enigmático o lo misterioso. Este nexo bien pudiera ser el pesimismo, la melancolía, o alguna versión atenuada y vibrátil de desesperanza. Es característica común del género fantástico, que da comienzo en el XVIII de Lewis y Walpole, atesorar una visión infausta de la existencia, en la que se encierra, como anomalía, un último residuo de lo sacro. El propio concepto de sueño que rigoriza Freud al comenzar el XX es un equivalente, en buena medida, de la pesadilla. Y es con este hemisferio de la fantasía con el que parece trabajar, no solo Auster, sino los dos últimos siglos del arte occidental.

Hay otra peculiaridad de Auster, fácilmente manifiesta. La inclusión de otras historias dentro de la historia principal, hecho que se deriva sin dificultad de Cervantes, pero también de dos literaturas fantásticas más próximas en el tiempo: de la temprana traducción de Galland, a primeros del XVIII, de Las mil y una noches; y de la literatura fantástica de E. T. A. Hoffmann, ya a primeros del Ochocientos, donde se mezclan un terror vertiginoso y las novedades científicas del siglo, como el mesmerismo. Es, pues, en Hoffmann y sus juegos formales con la literatura (con el añadido de una temática afín a su propia obra), donde acaso encontremos otro precedente, muy completo, de las imaginaciones y formulismos de Auster. En tal sentido, más que una metaliteratura al uso, donde se reflejan y espejean obras del acervo clásico, Auster parece practicar una metaescritura, en tanto que sus libros son, en no pocas ocasiones, una reflexión sobre el propio proceso creativo. Es en esta facultad disolutiva, en la que el hombre es hijo de sus obras, donde Auster, un Auster cervantino, crepuscular, azaroso, aún nos aguarda.

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