Mitologías urbanas

Pilar Albarracín reflexiona en una exposición en el CAS sobre la peculiar constelación de tópicos de Sevilla

'Verónica', una gran fotografía recogida en la exposición.
J. Bosco Díaz-Urmeneta Sevilla

26 de septiembre 2016 - 05:00

Cualquier ciudad tiene sus mitologías y por tanto sus mitógrafos, con frecuencia anónimos, que las mantienen en su pureza, las amplían con el rigor de un Santo Oficio, las relacionan con costumbres que, aseguran, vienen de lejos y con conductas y ceremonias adecuadas.

Este sedimento de tópicos no es exclusivo de Sevilla aunque es innegable que esta ciudad tiende desde hace años a aumentar sus fábulas, multiplicar costumbres casi canónicas y reglamentar comportamientos. Los expertos analizarán si el fenómeno tiene que ver con el ocaso casi definitivo de su nunca lograda identidad industrial, con el dominio del sector servicios (desde la administración al turismo) o con desgraciadas contaminaciones posmodernas.

Pilar Albarracín -nacida en Aracena (1968) pero muy vinculada a Sevilla- no entra en tal investigación. Aborda esa nube de mitos, usos y conductas desde el arte, con el humor que caracteriza su trabajo. Ya en la amplia exposición de las Atarazanas (2004) mostró, como primicia, Lunares, que recurría a la autolesión, al estilo de performers como Valie Export o Marina Abramovic, para mostrar la violencia que late en todo estereotipo. Era una obra con una admirable capacidad de síntesis. En los trabajos de la muestra actual el proceso es algo distinto: intenta sobre todo propiciar el encuentro entre fragmentos dispares y a veces contradictorios de la constelación de tópicos de la ciudad.

Pero vayamos por orden. La muestra comienza y termina con dos trabajos ya veteranos. Para empezar, Verónica (2001): en la gran fotografía, la autora, vestida de flamenca y cerrados los ojos, acaricia arrobada una gran cabeza de toro. El mantoncillo sobre los hombros ¿remite a la leyenda cristiana de la Santa Mujer Verónica, al toreo de capa, o a los dos, y a su clara presencia en Sevilla? ¿Permanece la obra entre ambos para que el espectador decida? No faltarán quienes vean aparecer en el horizonte el perfil de un Minotauro carente del aura que le otorgara Picasso, pero los ecos tabernarios de la cabeza de toro hacen pensar más bien en el varón que acodado en la barra parece dominar el mundo. Sea de ello lo que fuere, la pieza es poliédrica, una ironía de múltiples caras que al fin quizá apunten a la condición del macho presuntuoso, muerto y engañado.

Frente a esta obra, piezas recientes, de 2016: tres grandes papeles muy trabajados con diversos pigmentos entre los que se adivina la tinta de bolígrafo. El material no es indiferente porque su sencillez contrasta con los dibujos que elabora. Las imágenes son réplicas de esos mantones de Manila donde el color, la fuerza y el volumen del bordado confieren por contraste una prestancia especial a la seda, su soporte. La sorna comienza pues en la inapropiada confluencia entre el material empleado y las imágenes que con él se trazan. Hay algo más: los estilizados faisanes y aves del paraíso que se deslizan entre las grandes flores son pájaros violentos. El faisán transporta un misil; un ave del paraíso, un artefacto explosivo; y la otra se desliza entre balas. Estos Bordados de guerra poseen análoga fecundidad de significado que Verónica aunque le añade el juego visual del laberinto que remite a la violencia oculta entre los pliegues de unas figuras asociadas generalmente a la sensualidad simbolista, la memoria colonial y cierta alianza entre el arte popular y el distinguido brillo de la seda.

Otras dos piezas de 2016, Lujo ibérico, rojo y negro, se subtitulan Rompimiento de Gloria I y II. Colgadas del techo, las piezas ocupan en efecto un lugar equivalente a la irrupción de otros mundos, propia de las obras barrocas. Pero aquí tales mundos distan de ser espirituales: son réplicas de chorizos y morcillas donde la tripa se sustituye por una fibra parecida al terciopelo (tejido de las imágenes sacras y de las túnicas de ciertas cofradías) y las cordones que atan semejantes embutidos trenzan cuidadosamente los colores rojo y gualda. No cabe la queja: Sevilla es una ciudad barroca y hay una ironía barroca que autores como Quevedo llevaron al extremo del sarcasmo.

Cierra la muestra uno de los primeros trabajos de Albarracín. Sangre en la calle data de 1992. Pilar entonces aún cursaba Bellas Artes. El videoperformance es breve y eficaz: tendida en la calle, la autora permanece inmóvil, salpicado el cuerpo de pigmento rojo. La cámara la recoge y también los gestos de los transeúntes: hay indecisión, comentarios, impaciencia porque el cuerpo obstaculiza el paso, y no falta la indiferencia de quienes pasan de largo. Nadie se acerca, nadie se alarma, nadie pregunta.

La exposición no es exhaustiva. No da plena cuenta del trabajo reciente de Albarracín. No pretende ser un diagnóstico de la ciudad. Pero ofrece claves que no debieran caer en saco roto.

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