El caso Larsson

La acogida extraordinaria de la saga ‘Millennium’ alimenta en todo el mundo el interés por la figura de su autor, un periodista comprometido

El caso Larsson

19 de marzo 2010 - 18:06

Ignacio F. Garmendia

Editor y crítico literario

Todo en esta historia parece desmesurado. Un formidable éxito póstumo que se ha traducido –de momento, dado que la fiebre no cesa– en veinticinco millones de ejemplares vendidos. Inmediatas versiones cinematográficas que han arrasado en las pantallas y despertado el interés de las productoras norteamericanas. Polémicas constantes en torno a un autor que murió sin sospechar la magnitud de su triunfo. Crece la leyenda de Stieg Larsson, al tiempo que su obra es objeto de la adhesión mayoritaria. En su país, por supuesto, donde las ventas de la famosa trilogía casi equivalen a la mitad de la población censada, pero también en toda Europa y fuera de ella, donde los libros del autor sueco llevan meses o años sin desaparecer de las listas, apilados por centenares en los estantes de las librerías. Seis años después de su muerte prematura, para muchos lectores entusiastas las aventuras de la antiheroína Lisbeth Salander son ya indisociables de la personalidad de su creador, de las circunstancias que rodearon la escritura y publicación de la saga e incluso de la controversia a propósito de la titularidad de unos derechos que han generado, en apenas cinco años, una fortuna fabulosa.

Larsson tenía sólo cincuenta cuando sufrió el ataque al corazón que acabó con su vida, meses antes de la publicación de Los hombres que no amaban a las mujeres. En los ratos libres que le dejaba el periodismo –dirigía la revista Expo, fundada por él mismo– había terminado las tres entregas conocidas y proyectaba al menos otras cuatro. Adicto al café y a la nicotina –también, como Salander, a la comida basura–, aprovechaba sus insomnios de los últimos años para avanzar a velocidad de vértigo en la escritura de su ciclo narrativo. Antiguo militante trotskista y veterano investigador de las redes neonazis, estaba considerado un experto en los grupos de ultraderecha. Era un idealista, admirador de Pippi Langstrump, que vivía obsesionado por la lucha contra la injusticia. Un defensor de los derechos de la mujer que siendo adolescente presenció la violación de una muchacha por parte de sus amigos y siempre se reprochó no haber hecho nada para impedirlo.

Ninguno de los familiares envueltos en la agria disputa por las regalías parecen personas convencionales. No lo es Eva Gabrielsson, viuda no reconocida pese a las tres décadas de convivencia, que custodia un manuscrito de doscientas páginas con el inicio de la cuarta entrega de la serie, que proyecta escribir un libro sobre su pareja, reclama el control de la obra para evitar –dice– que sea prostituida por la industria y se ha negado a aceptar un acuerdo millonario con los herederos para repartir los beneficios. Pero tampoco lo son el padre y el hermano de Larsson, titulares de los derechos, que según dicen las crónicas siguen viviendo tan sencillamente como siempre, sin apenas hacer uso de la insospechada fortuna que el azar ha puesto en sus manos. Por si fuera poco, un antiguo compañero de redacción, Kurdo Baksi, ha publicado un libro –Mi amigo Stieg Larsson– en el que traza un retrato no demasiado favorecedor del escritor fallecido, al que acusa de ser un periodista parcial y fantasioso. Y Anders Hellberg, su antiguo jefe en la agencia de noticias TT, ha declarado que no cree que fuera Larsson, a quien recuerda como un redactor desmañado, el autor real de la saga, que atribuye a su mujer. Ésta, por su parte, nunca ha negado una participación importante en el proceso de composición de la obra. Como puede verse, hay caso.

En lo que se refiere a su valor no comercial, la trilogía de Larsson tiene más que ver con la buena literatura de género –o lo que suele llamarse best seller de calidad– que con esos deprimentes mamotretos de templarios y maharaníes, prefabricados en serie por los departamentos de mercadotecnia. Tal vez por ello, sin dejar de ver sus limitaciones, críticos tan cualificados como Vargas Llosa –que nunca ha tenido reparos en elogiar las novelas populares– han confesado sin pudor su fascinación por la trilogía. “Es posible que una novela sea formalmente imperfecta –dice con razón el maestro– y al mismo tiempo excepcional”. Pero Larsson no es un fenómeno aislado, sino el más reciente cultivador de una tradición, la del thriller escandinavo, a la que pertenecen autores muy traducidos como el también sueco Henning Mankell. Tal vez la razón última de su éxito, más allá de la capacidad para conectar con la sensibilidad del lector contemporáneo frente a la violencia ejercida contra las mujeres, sea la singularidad de los personajes de Millennium, muy alejados –como le dijo el propio autor a su editora– “de los arquetipos policiales al uso”. Y en efecto, tanto la atormentada hacker como el inefable periodista Mikael Blomkvist se salen de los moldes habituales, entre otras cosas porque es ella, pese a su personalidad psicopática, la que lleva la voz cantante. Por otra parte, la historia es sórdida y no ahorra detalles morbosos, pero los adversarios del mal, como lo hacía Larsson en la realidad, actúan movidos por el afán de justicia, en una democracia aparentemente ejemplar que oculta un fondo oscuro de espantosas cloacas. Una forma de ficción comprometida que enlaza a la vez con la trayectoria periodística del autor y con el trasfondo social de los clásicos del género.

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