El declinar de un héroe
El torero, héroe literario | Crítica
Treinta y cinco años después, Athenaica recupera 'El torero, héroe literario', ensayo claro y esencial sobre la significación cultural del torero, obra del ensayista y profesor, y firma destacada en estas páginas, Alberto González Troyano
La ficha
El torero, héroe literario. Alberto González Troyano. Athenaica. Sevilla, 2023. 384 págs. 28 €
El profesor González Troyano es uno de los grandes ensayistas españoles, felizmente en activo, cuya mirada se dirige a ese tramo de la contemporaneidad española -los siglos XVIII y XIX- donde se precipita el vasto imaginario de lo nacional, en su sentido antropológico y folklórico. Como sabemos, dicho imaginario no solo atiende al pintoresquismo romántico, donde España y Andalucía adquirieron un lugar prominente; sino a su tipificación ilustrada, que cabe consignar en Montesquieu y Kant, pero también en Rousseau, en Blair, en Shaftesbury, y en cuantos empezaron a construir una imagen de la nación a partir, por ejemplo, de la Germania de Tácito. De toda esta fabulosa trama, Alberto González Troyano ha dado cuenta en libros de admirable claridad, escritos con una sobria y matizada elegancia. Recordemos aquí El Cádiz romántico, su Don Juan, Fígaro, Carmen o el extraordinario La cara oscura de la imagen de Andalucía. Recordemos también La reinvención de un cuadro. Goya y la alegoría de la Constitución de 1812, cuya indagación goyesca es, por ello mismo, una aproximación a una hora trágica de España. En El torero, héroe literario, publicado por primera vez en 1988, Troyano hace ya exhibición de su temprana facultad hilativa; lo cual implica disponer al torero donde quizá no se esperaba que estuviera. Pero implica, de modo principal (y hoy con mayor evidencia), situar nuestra intimidad cultural, nuestro complejo imaginario mítico, en impensada cercanía con lo taurino.
¿Con lo taurino? Para mayor exactitud, quizá quepa decir con una idea oscilante, especular, imprecisa, en evolución, de lo taurino. La originalidad de González Troyano reside, sin embargo, en el modo en que ha obrado tal deslizamiento. Troyano desplaza al torero al terreno del mito, del arquetipo, de los invariantes narrativos que Vladimir Propp postula en su Morfología del cuento y que Troyano aplica con éxito a la función cambiante del torero. Dicha función, según recuerda Fernando Savater en su esclarecedor prólogo, es la de adentrarse, en soledad lustral y rigurosa, donde otros no se atreven; para Félix de Azúa, quien añade otro prólogo de igual perspicacia, es la de hollar lo inaccesible, la de merodear el atrio de la muerte. En ambos casos el héroe cumple una misión ejemplar, que la historia irá variando hasta su lugar actual y acaso secundario. La tarea de González Troyano es, pues, de doble significación y de diverso alcance: si por un lado el torero entra en la horma funcional y categórica de Propp, lo cual explicaría por sí solo la tendencia a la reiteración, al calco de los relatos taurinos; por el otro vemos que, sin abandonar su expresión arquetípica, las atribuciones y valores del héroe pasan a significar distinta cosa.
Así, si en la literatura del XVI-XVII el héroe taurino tendrá una significación nobiliaria, un sentido de conservación de clase, a través del arrojo de los caballeros y la sobrecogida espera de las damas, en el XVIII, con el toreo de a pie, es este mismo arrojo, y aquella misma entrega femenina, las que entran en servicio de una apología burguesa (el torero como “villanchón redondo”, en palabras de Torres Villarroel, que también fue torero), cuyo triunfo será el triunfo de un toreo reglamentado y puesto en claro, pero cuya derrota será la mirada recelosa de la Ilustración sobre una fiesta de sangre. En el Romanticismo será también la valentía y el sexo, orlados por la muerte, quienes definan la imparidad trágica del artista. Y es esta misma tragedia, pero de connotación social, sin su vertiginoso misterio, la que adoptará el torero del naturalismo y el realismo, hasta llegar al cúlmen, acaso paródico, de la vanguardia, donde el torero es también un útil o una víctima de la masa. Ese es el camino que desde el Romancero y Lope, de Ramón de la Cruz a Jovellanos, de Larra a Merimée y Gautier, de Mesonero y Estébanez Calderón a Blanco White, de Fernán Caballero a Palacio Valdés y el padre Coloma, de Arturo Reyes a Héctor Abreu, de Blasco Ibáñez a Eugenio Noel y Hoyos y Vinent, de Alberto Insúa a Gómez de la Serna, hasta llegar a Cela y Aldecoa, recorre el héroe taurino hasta su consunción o su imposibilidad literaria, motivada quizá por la estrechez arquetípica del personaje.
Ese es el camino que desbroza aquí admirablemente González Troyano para ver, junto a la soledad del héroe, la soledad mimética y esperanzada del aficionado, en la que el héroe medra y adquiere su total relieve.
Siluetas de antaño
Según advierte González Troyano, el crepúsculo del torero como héroe literario llega en la inmediata posguerra, cuando ya no es el matador, sino sus subalternos, la vida árida y errante de los matadores sin fortuna, toda una mitología en harapos que también es fácil encontrar en La vaquilla de Berlanga; aquella que presenta al torero con los adornos y el brillo apagado del antihéroe. Uno añadiría, como ejemplo tardío de este orbe literario en extinción, la espléndida novela Sangrefría de Antonio Hernández. Es, sin embargo, una apostilla o un colofón a cuanto González Troyano ha recogido, con melancólica y singular destreza, en esta obra que hoy goza de una renovada actulidad, como todo cuanto es vivo y polémico. En igual medida que la vivisección de un héroe en zapatillas, bajo cuya lámina se recogieron conceptos como el amor, la muerte, la imparidad esencial del ser humano, este ensayo de Alberto González Troyano es también el huecograbado de una vasta y poco frecuentada ínsula cultural europea, que alcanzará su último esplendor -"¡Oh blanco muro de España! ¡Oh negro toro de pena!”- en nuestra lírica e intelectualizada, y taurófila en grado sumo, Edad de Plata.
No hay comentarios