Entre King y Whitman: una proposición infrecuente
LA VIDA DE CHUCK | CRÍTICA
La ficha
*** 'La vida de Chuck'. Drama. Estados Unidos. 2024. 110 min. Dirección y guion: Mike Flanagan. Historia: Stephen King. Música: The Newton Brothers. Fotografía: Eben Bolter. Intérpretes: Tom Hiddleston, Chiwetel Ejiofor, Karen Gillan, Jacob Tremblay, Mark Hamill, Mia Sara.
Desde 1976 (Carrie, De Palma) a hoy ningún autor vivo ha sido llevado más veces al cine y a la televisión que Stephen King: 60 veces al cine, 6 a la televisión en forma de telefilme y 22 en series o miniseries. Y con mucha fortuna en algunos casos, porque ha interesado a grandes directores, empezando por la magistral El resplandor (Kubrick, 1980) y siguiendo, por citar solo algunas de las mejores, por La zona muerta (Cronenberg, 1983), Cuenta conmigo y Misery (Reiner, 1986 y 1990), Cadena perpetua y La niebla (Darabont, 1994 y 2007), Dolores Claiborne (Hackford, 1995) o El juego de Gerald (Flanagan, 2017).
El universo de King, en lo que al terror o la inquietud se refiere, es difícilmente clasificable en los parámetros del género por su radical originalidad. Escritor de maneras literarias tan sorprendentemente toscas como eficaces, es un prodigioso inventor y narrador de historias. Como aficionado al género he de confesar que nunca he pasado más miedo leyendo como con El resplandor y Cementerio de animales (cuyas tres adaptaciones, por desgracia, no le hacen justicia). También es mérito suyo haber ensanchado los límites del género, desde los recursos más clásicos a los más innovadores que convierten elementos y situaciones de la vida cotidiana en terroríficos o que -en un juego de ida y vuelta- desvelan el horror no siempre fantástico, sino muy real, que se manifiesta en ella.
Esta inclasificable película abre un nuevo horizonte en el universo cinematográfico King partiendo de uno de los cuatro relatos breves que, con el mismo título de la película, integra el libro La sangre manda (otro de estos relatos, El teléfono del señor Harrigan, también ha sido llevado al cine hace tres años por John Lee Hancock). Es el amor, la bondad, la música, el baile, la ternura, los encuentros, lo que hace la vida digna de ser vivida… a pesar de todo. Por supuesto en la clave de King, es decir, con simbología apocalíptica, premoniciones, casualidades que no lo son, muertes, duelos, mansiones quizás encantadas y -tema obsesivo en él desde hace tiempo en él- enfermedad.
Algo del King de Cuenta conmigo, sobre todo, o de Cadena Perpetua y La milla verde hay en ella. Pero aquí girado al optimismo (pese a todo), al canto al valor de todas las vidas, por mediocres o comunes que parezcan, a la importancia del individuo -de cada individuo- como centro y sentido del cosmos, a las huellas que unos -aunque sean desconocidos- dejan en otros, a los momentos de brillo, felicidad, encuentros, danza -el mejor fragmento de la película, de pronto convertida en un musical- que a través del recuerdo proyectan su luz como estrellas no por muertas, menos luminosas. Suenan una y otra vez, como un leitmotiv a partir del que se ha de interpretar la película, unas palabras del Canto a mí mismo de Walt Whitman: “Contengo multitudes”.
Todo se narra invirtiendo el tiempo en tres partes: muerte (la personal del protagonista y la de la humanidad), juventud y primera madurez e infancia. La huella de Capra (¿recuerdan una película que empieza con un intento de suicidio para, saltando atrás, demostrar la importancia de una vida común y los males que hubiera causado su no existencia?), naturalmente tuneado por King. A uno, que es fellinólogo y fellinista (que no felliniano: las distinciones las estableció con humor Federico), le recordó el famoso (y quizás hoy olvidado) diálogo de La strada entre el Loco y Gelsomina: “No sé para qué sirve esta piedrecita, pero para algo debe servir… Porque si fuera inútil, entonces todo sería inútil, incluso las estrellas”.
¿Es una feel good movie (película del buen rollo) con pretensiones filosóficas resueltas en autoayuda consoladora? ¿O es un hermoso canto a la vida, lleno de apuntes filosóficos muy propios del trascendentalismo americano de Emerson, Thoreau y Whitman? La respuesta depende de aceptar o no su radical exigencia de seguir sus reglas de juego. Dentro o fuera, sin término medio.
Objetivamente, está muy bien rodada por Mike Flanagan, que ya jugó con temas hasta cierto punto similares (Ghosts of Hamilton Street) para después pasarse al puro terror con un estilo bastante personal (Absentia, Oculus, el espejo del mal, Hush, Ouija: el origen del mal) y adaptar dos obras de King: El juego de Gerald y Dr. Sueño, continuación de El resplandor que fue masacrada quizás -solo quizás- injustamente. Su tercera incursión en el mundo de King es más original y madura desde un punto de vista cinematográfico. Y, también objetivamente, está muy bien interpretada por los tres puntales de la película que representan las tres edades del protagonista: Tom Hiddleston, que se revela como un fabuloso bailarín, Jacob Trembay y el niño Benjamin Pajak. A quienes se añade el mismísimo Luke Skywalker, es decir, Mark Hamill. Faites vos jeux y acepten o rechacen las cartas -quizás marcadas- que King y Flanagan les ofrecen.
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