Literatura de Hiroshima

Ciudad de cadáveres | Crítica

La novelista Ōta Yōko narra en 'Ciudad de cadáveres', publicada en España por Satori, el horror de la bomba atómica.

Las mil y una noches (moras) del joven Cervantes

Un niño contempla una fotografía de la devastación en el Memorial de la Paz de Hiroshima. / Toru Harrai / Efe

La ficha

Ciudad de cadáveres. Ōta Yōko. Traducción de Kuniko Ikeda y Marta Añorbe Mateos. Satori. 280 páginas. 23 euros

Si la literatura del Holocausto es un género en sí mismo, la llamada “literatura de la bomba atómica” (Genbaku bungaku en lengua nipona) no ha sido tan reconocida más allá del ámbito japonés. Hay dos ramas de escritores vinculados al horror de Hiroshima (sin olvido del segundo y espantoso acto sobre Nagasaki). Quienes escribieron sobre ello a partir del relato de los supervivientes y quienes fueron supervivientes ellos mismos respecto a aquel ensayo con uranio-235 para la destrucción del mundo.

A esta segunda rama pertenece la novelista Ōta Yōko (1903-1963), que es el nombre de pluma de Hasuko Fukuda, nacida en Hiroshima bajo la Era Taisho que atravesaba el Japón de entonces. A las 8.05 horas del 6 de agosto de 1945, cuando el Enola Gay arrojó el atroz pepino nuclear (Little Boy), la autora se hallaba en su ciudad natal, a donde había recalado desde Tokio, que había sido apisonada por los bombardeos norteamericanos. La autora, que dormía en ese momento a cierta distancia del epicentro de la bomba, sólo sufrió heridas leves. Ciudad de cadáveres, no traducida hasta hoy al castellano, es acaso el libro más importante de la citada Genbaku bungaku. Puede citarse, también, Flores de verano, el libro del escritor y suicida Tamiki Hara, quien acabó sus días arrojándose a las vías del tren en los suburbios de Tokio.

El nombre de Ōta Yōko está asociado indefectiblemente a los cinco títulos que alumbraron su serie dedicada al espanto de Hiroshima (de la aquí comentada Ciudad de cadáveres –aparecida, primero, con cortes por la censura en 1948 y luego, en 1950, ya libre de omisiones– hasta la última novela del ciclo: La gente y la ciudad en la calma vespertina). De vida personal agitada (tres divorcios en pocos años), la autora fue acusada por las élites literarias japonesas de haber comercializado el dolor de Hiroshima. Su ocaso literario comienza a partir de 1953. Tras la IIGM, la sociedad se reinventaba para olvidar. Hiroshima pasó a la categoría de tabú.

Si Hiroshima, del periodista norteamericano Hersey, se considera la obra maestra del periodismo de reportaje, Ciudad de cadáveres, por su estilo y su hibridez entre registros, es acaso el libro que mejor ha reflejado la devastación a ojos de sus sufridores y –como ahora se dice– casi en tiempo real. Se halla fuera del canon. No obedece a ningún formato claro. No es del todo novela. No es poesía. Y tampoco es por entero un libro de memorias ni un diario ni un ensayo ortodoxo. Señala Patricia Hiramatsu en su prólogo que el de Ōta Yōko es más bien un testimonio literario propio de la literatura documental.

En Ciudad de cadáveres las estampas, aun tremebundas, son descritas con una prosa fría y mental, lo que nos sugiere que toda catástrofe sólo puede ser verificada bajo la autopsia del ojo clínico y distante que la contempla. “Había cadáveres por todas partes. Los cadáveres bloqueaban los caminos, que ya no podían llamarse caminos. Prácticamente todos los cuerpos tenían quemaduras, por lo que incluso los vivos resultaban repugnantes. Había cadáveres medio descompuestos que olían a crematorio agrio. Sobre los que parecían haber exhalado su último aliento recientemente, el aceite curativo brillaba bajo el sol. Nosotras pasábamos a través de ellos, impasibles, sin miedo”. Es sólo un retal.

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