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Una poética del indicio

Días de sol y piedra | Crítica

Siruela publica Días de sol y piedra. De los Alpes a Roma, obra de Pepe Pérez-Muelas donde el autor ensaya una abreviada y pertinente actualización del Gran Tour, desde el Piamonte al Lacio, a bordo de una bicicleta

El escritor Pepe Pérez Muelas. Lorca, 1989
Manuel Gregorio González

14 de septiembre 2025 - 06:00

La ficha

Días de sol y piedra. De los Alpes a Roma. Pepe Pérez-Muelas. Siruela. Madrid, 2025. 248 págs. 21,95 €

Por supuesto, cualquier poética aplicada a las ruinas es una poética fundada en el indicio, en el vestigio, en una parte que remite al todo y que le otorga una vitalidad vicaria y fantasmal, hecha de la emoción que aún tiembla en viajero. Las ruinas que contempla este viajero no son, sin embargo, aquellas de linaje greco-romano que pondera el grandtourista del XVIII al XIX. Y tampoco existe en él, en la mirada de quien anota estos diarios, un prejuicio grato al romanticismo, cual es el que señala al paisaje como reflejo expresivo de nuestros sentimientos. A pesar de ello, estos Días de sol y piedra no dejarán de ser una legítima continuación de aquel Grand Tour que lord Verulam aconsejó a la juventud inglesa para su instrucción clásica.

Se dan, no obstante, algunas diferencias notables. La menos relevante de ellas, de naturaleza mecánica, es el cambio del caballo o el coche de postas por la bicicleta, siendo así que la velocidad de crucero de Montaigne y Sterne a Pérez-Muelas se mantiene sustancialmente intacta. La de mayor envergadura implica, sin embargo, que en este “viaje de Italia” -viaje que sigue la antigua Vía Francígena que conducía a Roma desde Canterbury, pero que el autor toma ya desde los Alpes, en la frontera con Suiza-, no lo emprende su autor para admirar y consignar los vestigios del mundo antiguo, sino para anotar otro tipo de indicios que le salen al viajero al paso, y que responden a una distinta hora de Italia. La tercera, en fin, es aquella que ya hemos señalado: el ciclista/escritor/viajero que compone este diario no traslada sus sentimientos al mundo circundante, como ocurre en Friedrich (“y las cosas decían una verdad que los hombres aún no saben entender”, escribe Valle). Muy al contrario, cuando el narrador está decaído o exhausto o atemorizado, el paisaje alrededor, sencillamente, no existe.

Es la Italia de Verdi, de Pavese, de Buzatti, de Bassani, de Primo Levi, la que el autor adivina durante el camino

Esto sugiere que el curso de la Vía Francígena ha servido de ascesis a su autor. Una ascesis que carece de carácter religioso, pero no de una trascendencia lata que concierne a la intimidad, a la eficacia balsámica y lustral de quien la invoca. De este modo, los vestigios que se van anotando en estos Días de sol y piedra (además de las veladuras y desgarros de quien escribe), son, mayormente, aquellos vinculados al periodo de la Edad Media y el Renacimiento; vale decir, a la antigua proliferación de una fe que hoy parece un vasto cuerpo fantasmal a quienes, como el propio Pérez-Muelas, lo contemplan desde una actualidad desacralizada o desencantada a la manera de Weber. A estos restos de una vieja y poderosa fe deben añadirse otros vestigios más recientes, que conforman la trama, cada vez más tenue, de los siglos XIX y XX. Es la Italia de Verdi, de Pavese, de Buzatti, de Bassani, de Primo Levi; la Italia de la unificación y la Italia de la consunción bajo el fuego de lo absoluto, la que Pérez-Muelas irá buscando, adivinando mientras pedalea. ¿Y la cultura clásica? La antigüedad saldrá al paso del viajero no solo en los nombres: Helena, Penélope, Nausícaa, sino en el modo en que los autores modernos, y el propio mundo contemporáneo, se comportan como un eco del mundo clásico, transfigurado y actualizado misteriosamente.

A todo este juego de ecos y variaciones, acaso a la manera de Vico, nos referíamos al comienzo cuando dijimos que estos Días de sol... deben inscribirse en la tradición del Grand Tour, con las cautelas y desvíos ya señalados. Hay, no obstante, un aspecto que se repite sin apenas variación y que el lector comprenderá de inmediato: se trata del viaje a Italia como una búsqueda de la belleza. Una belleza que incluye ya el paisaje, como ocurre, por ejemplo, a partir de Goethe; y una belleza que encontrará también en los siglos medios, en la adusta ejecutoria del románico y en el vuelo de ojivas y arbotantes con que se extiende el gótico, una emoción estética similar a la inducida por la línea clásica. Recordemos, a este respecto, la repugnancia de Ruskin hacia la arquitectura de Palladio, cuando a la vista de San Giorgio Maggiore escribe: “this pestilent art of Renaissance”. No es este ideal combativo, hoy periclitado, el que invoca Pérez-Muelas en sus páginas viajeras. Pero sí la ambición del heredero, que tiene a su disposición las numerosas formas de lo bello que ha ido decantando el curso del tiempo. En ese mismo curso de disfrute y producción de la belleza quieren inscribirse estos diarios de viaje de Pérez-Muelas. Hay en ellos páginas de una precisa emoción y el ojo riguroso del esteta.

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