Bailar hasta el fin del mundo
Sirat. Trance en el desierto | Crítica
La ficha
**** 'Sirat. Trance en el desierto'. Drama-aventura, España-Francia, 2025, 114 min. Dirección: Oliver Laxe. Guion: Oliver Laxe, Santiago Fillol. Fotografía: Mauro Herce. Música: Kangding Ray. Intérpretes: Sergi López, Bruno Núñez, Richard Bellamyum, Jade Oukid, Tonin Javier, Stefania Gadda.
Centauros del desierto, El salario del miedo, Gerry o Mad Max son algunas de las películas cuyas tramas, personajes, situaciones o imágenes nos asaltan mientras vemos esta Sirat que le acaba de proporcionar a Oliver Laxe el Premio del Jurado en Cannes.
La cinta de Ford y los ecos del western clásico en un primer tramo impulsado por un padre en busca de su hija en mitad de una rave en el desierto marroquí, una vez más protagonista, como en Mimosas, del imaginario del cineasta. La saga de Miller, la de Clouzot o su remake de Friedkin en todo ese tramo del viaje, la aventura y el constante acecho del peligro a lomos de unos grandes camiones que surcan el horizonte y la noche polvorienta bajo sus focos y en ese potente desenlace donde cada paso supone una amenaza de muerte. La de Van Sant, finalmente, en ese momentáneo periplo solitario, difuminado casi hasta los límites de la abstracción (también la sonora), en el que ese padre interpretado por Sergi López camina pesadamente por un paisaje que abrasa y se ensombrece como marco para el mayor grito imaginable.
Son algunos de los referentes que nos evoca un filme que transita hacia el misticismo y la parábola con un tremendo golpe de efecto dramático en su mitad, y que nos hace acompañar a un peculiar comando de marginales y lisiados fuera del sistema sin apenas perfil que buscan en el fin del mundo, también cuando las señales exteriores apuntan decididamente a ello, ese último refugio de libertad a través del baile y la música electrónica entendidos como medios chamánicos para la catarsis.
Sirat va desplegando así sus capas, temas y subtextos pegada a la ruta, el terreno y el movimiento, entregada al potencial transformador de un paisaje único, fantasmal y envolvente que empequeñece la propia experiencia humana, transfigurada por músicas que vienen de dentro pero también de algún lugar remoto que nos recuerda que también podríamos estar en el terreno incierto del sueño (hay uno, de hecho) o la alegoría. No es casual que los miembros de este grupo internacional y políglota tengan todos alguna tara o presenten una cierta extrañeza o ambigüedad, como tampoco parece a la postre un mero capricho esa tremenda fisura que pone el filme en el abismo de un dolor insoportable que tendrá que ser compartido y expiado por el grupo. Laxe parece tener claro quiénes merecerían salvarse.
Poco a poco, la película va dejando atrás su piel aventurera para asomarse al vacío y a ese obligado salto de fe que han de hacer sus personajes de la misma forma que el espectador que los acompaña en el inesperado y fulminante campo de minas. Sirat, que designa en la tradición islámica al puente estrechísimo y frágil entre el paraíso y el infierno que ha de atravesarse en el día del Juicio Final, nos invita a una experiencia límite de la que es difícil salir indemne o indiferente.
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