El sonido del sur en las salas oscuras
CINE | Una voz propia para la gran pantalla
Una generación de músicos andaluces, de Quintín Vargas a Derby Motoreta's, está reinventando las bandas sonoras del cine español. Lejos del folclore tópico, imprimen en la imagen la textura de su tierra con un lenguaje lleno de atmósferas, duende y silencios que laten
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De Quintín Vargas a Javier Ruibal, de David Cordero a Derby Motoreta's Burrito Kachimba, y sumando nombres como Chico Pérez, Javi Prieto y Rocío Márquez, Bronquio, Miguel Rivera, Javi Ruibal y José Recacha; una generación de artistas nacidos o arraigados entre Sevilla, Cádiz y Huelva ha encontrado en el cine un territorio donde su música respira de otra manera. Cada uno desde su sensibilidad, estos músicos están poniendo melodía, textura y emoción a una nueva generación de películas que entienden la banda sonora no como un adorno, sino como un lenguaje propio. Entre el duende y la atmósfera, el fuzz y la neblina, el sur suena ahora en las salas oscuras.
En los créditos de Pendaripen, que repasa 500 años de leyes antigitanas y se presentará en la Seminci el día 29, aparece un nombre conocido para quienes frecuentan los escenarios sevillanos: Quintín Vargas. Guitarrista, productor y buscador de climas sonoros. Su música no solo acompaña la imagen, también la envuelve. En esta historia sobre identidad y memoria, Vargas levanta un paisaje sonoro lleno de resonancias invisibles. “Al ser un documental que habla del pueblo gitano es casi obligado narrar musicalmente la historia tal y como fue, y ese trabajo ya lo había hecho previamente en mi disco Caravana”, cuenta Vargas. “Alfonso Sánchez -el director- sabía perfectamente que yo había nacido para esta banda sonora y por eso me dio prácticamente libertad creativa”. Vargas, que ya había explorado esa conexión entre lo musical y lo cinematográfico en su propio repertorio, se reconoce ahora completamente dentro del lenguaje del cine. "No sé si lo hago queriendo o está en mi subconsciente, pero mi música siempre ha tenido un tono muy visual, ya sea por la letra o por la música en sí. Me gusta pensar que cuando la gente escucha mis canciones están visualizando el universo de esa composición, y eso llevado al lenguaje cinematográfico hace que sea fácil contar con mi música. Hay muchas canciones mías en películas y series, pero nunca había compuesto una banda sonora original completa. Por fin he dado el paso y ahora quiero más”.
Pero lo de Quintín no es un caso aislado. En los últimos años, el sur ha ido colándose en los créditos de muchas películas con ambient, psicodelia, flamenco contemporáneo, electrónica, rock y folk. Lo hace con discreción, pero con carácter. Hay un aire del sur, pero más por cómo se escucha el tiempo que por los instrumentos. “Andalucía tiene una identidad sonora muy marcada por el entorno: el calor, el viento, la luz, el sonido del campo o del mar. Es un territorio con mucha textura sonora natural”, reconoce David Cordero. Y los demás compositores están de acuerdo con él. Para Javi Ruibal, “en la música se transmite también el carácter de la gente de aquí, desenfadado, alegre, sincero, sencillo, pero comprometido, con la sabiduría que da esta tierra a la hora de vivir la vida, algo que tiene que ver con el compromiso de donde se está y como se está, del trabajo duro y de hacerlo disfrutando con alegría”.
El sur suena reconocible en la respiración de un silencio, en un rasgueo, en un loop de sintetizador o en un fraseo flamenco. No existe una escuela oficial ni un manifiesto, pero sí un espíritu compartido. Todos entienden la composición para cine como un acto de escucha del director, de la historia, del paisaje, del tiempo que pasa. Y aunque las películas transcurran en ciudades lejanas o mundos inventados, hay algo reconocible en la manera en que el sur se cuela, una calma antes del acorde, un silencio que precede a la nota, unas formas de mirar el cielo antes de tocar. Esa identidad sonora se reconoce al instante. Rocío Márquez lo nota en ella misma. “Cuando me hacen encargos más a nivel musical, me escucho y veo que he marcado más las eses, que me voy más al concepto de canción y me salgo de los palos del flamenco; pero todo esto lo veo cuando me paro a analizarlo después, porque no lo hago de una manera consciente. Por eso me gusta tanto cuando a toro pasado lo miro así y digo: qué redondo, qué bonito; cuando la dirección, actores, localizaciones, historia que se cuenta, está todo en Andalucía, ahí el acento sale solo; salen solos los códigos que tenemos más vinculados al flamenco a nivel musical, ni te los planteas; hay como un permiso extra”. Para José Manuel Cabrera, Scott, guitarrista de Derby Motoreta's Burrito Kachimba, siempre se cuela Sevilla, aunque estén haciendo música para una película ambientada en otro sitio. “Es el cruce de caminos, el poso cultural ancestral donde el blues y el flamenco hacen el amor en una calurosa noche de verano a la luz de las estrellas”.
Antes de la fiebre de sintetizadores y fuzz, ya había músicos andaluces explorando la relación entre canción y cine. Javier Ruibal, por ejemplo, ha firmado bandas sonoras para películas como Atún y chocolate, Lejos del mar o Arena en los bolsillos, donde su voz y su guitarra parecen narrar lo que la cámara calla. En su caso, el mar es más que un tema, es cadencia, modo de respirar. “De las tres películas que cita, el mar está ahí presente e inevitablemente tiene que salir”, reconoce. “Pero también sale mucho en mis canciones que no son para películas; es un hecho bastante recurrente, pero siempre renovado, como las propias olas del mar”. Cuando le pregunto qué cambia entre sus canciones cuando son para películas y cuando no, cómo convive su lenguaje —tan poético y verbal— con la imagen, donde la música debe callarse a veces, la respuesta es rotunda: “En la película mandan la historia y el guion y hay que someterse a ello. Si hay que hacer silencios, se hacen, pero no hay por qué renunciar a ser lirico y poético. Hay que intentar componer o escribir algo que tenga mucho que ver con la película pero que no la cuente, que sea una evocación de lo que el guion contiene”. A Ruibal le han hecho encargos para películas e historias luminosas y para otras que son más dolorosas. “El asunto es adaptarse e intentar estar al nivel de lo que cuenta la historia y cómo se cuenta. Para mí las historias más difíciles de contar son aquellas intermedias que no son ni del gozo ni de la sombra, sino de la vida gris que lleva mucha gente”.
Ahora también sumamos a la familia de compositores emergentes y consolidados a Javi Ruibal —hijo de Javier—, explorando nuevas sonoridades y abriendo diálogo entre generaciones, y a José Recacha, productor y compositor que ha trabajado en distintos proyectos audiovisuales aportando sensibilidad y textura, como Al sur del tiempo y Tierra azul. Ambos representan ese relevo que conecta tradición y contemporaneidad. “La primera banda sonora en que participé fue la de Atún y chocolate, que la grabé como técnico de sonido y productor y también me acercó a ese mundo”, recuerda Javi. “Desde entonces he participado como músico y productor en todos los encargos de mi padre, es un mundo que me interesa mucho”. Él y Recacha, guitarrista de proyectos conjuntos, han compuesto la música para los documentales Chef del mar y Toreographe. “Es una parcela de la música muy diferente. Tener que buscar en la música cómo apoyar ciertas sensaciones, sentimientos y narraciones que está teniendo el guion es algo totalmente distinto para un músico; me parece algo precioso”. Recacha incide también en que esta forma de componer implica más retos que libertades. “Cuando la música está sola no está restringida a nada, pero el cine la condiciona, porque tiene que reforzar, apoyar, contextualizar o darle un ambiente a lo que ya está ahí”. Los dos trabajan de nuevo codo con codo en La tierra de Amira, para la que Javier Ruibal ha compuesto la canción principal y que se estrenará en el SEFF sevillano, que este año se celebra entre el 7 y el 15 de noviembre, antes de pasar a las salas comerciales el 5 de diciembre.
Muchos de estos músicos trabajan tanto en películas de ficción como en documentales, y la experiencia no es la misma. Todos ellos comparten una mirada, la de no adornar la imagen, sino ampliarla. En un documental, la música acompaña, sugiere, respira con los personajes y el tiempo real. En ficción, a veces puede jugar a manipular, dramatizar, llevar al espectador por un camino más marcado. Javi Prieto lo tiene muy claro. “En la ficción trabajamos más creando atmosferas emocionales que apoyen la escena. Si quiero crear una escena de terror la música va a anticipar la escena, vamos a tratar de crear tensión suficiente para que el espectador esté predispuesto al terror. En el documental creo que se trata de lo contrario, porque ya tiene una carga y una información emocional muy potente y se trata de no exagerarlo. No me gustan los documentales que tienen una música muy trágica o muy dramática porque creo que hacen demasiado fácil el discurso y lo convierten en algo populista. Hay que acompañar más que resaltar”. Eso es algo en lo que también está de acuerdo Miguel Rivera. “La música tiene que acompañar de una manera elegante y discreta; a mí no me gustan las bandas sonoras invasivas, la narración cinematográfica es lo primero y sobre eso gira todo; la música no puede estar en un plano más importante que la historia”. Esta dualidad permite a los músicos explorar su creatividad de maneras distintas, desde la observación silenciosa del documental hasta la invención libre de la ficción. A Rocío Márquez le sorprendió que la línea entre estas dos formas de hacer cine estuviese tan difuminada. “Yo pongo más el foco en que lo que cuente la película me pille cerca o tenga que hacer un mayor ejercicio de empatía. He tenido la suerte de que en los casos que me han propuesto me coge muy cerca el personaje. Por eso ha habido el mismo grado de fantasía y realidad en el documental que en la ficción”.
Ella y Prieto en Pico Reja, sobre la fosa común del cementerio sevillano, hacen que el flamenco contemporáneo dialogue con la narrativa visual. Según Prieto, no tienen otra forma de relacionarse con esa narrativa. “Rocío tiene una sabiduría brutal, es una enciclopedia del cante flamenco. Conoce los cantes más antiguos, más tradicionales, más escondidos, más secretos. Yo, además de músico, soy profesor de rítmica flamenca y de historia del flamenco y he trabajado de crítico del género en varios periódicos. Conocemos el flamenco de raíz y esta es la forma de expresarnos que tenemos los dos. La forma natural, no solo del flamenco sino de todos los estilos, es conocer la música de raíz y desde ahí mezclarla con las otras referencias musicales que tengas, que en mi caso son sobre todo el rock psicodélico y la world músic. También soy muy cinéfilo, por lo que me resulta sencillo ensamblar la música con el aspecto visual; llevo mucho tiempo haciendo música para teatro con La Cuadra, con Távora, por lo que hacerla para la acción escénica y visual me resulta muy natural”. Prieto terminó poniéndole la banda sonora a Pico Reja, sin embargo, casi de casualidad. “Parte de la narrativa del documental está en la canción Nana a medias, que la directora, Remedios Malvárez, le encargó a Antonio Manuel -poeta cordobés, autor de letra y música- y Rocío, que dijo que le gustaría grabarla conmigo porque entendía que la nana se podía defender muy bien con el handpan, que es el instrumento que yo más domino. Al contactar conmigo, Reme y Arturo Andújar -codirector del film- quisieron usar para la promoción una canción, Quimera, que yo tenía ya grabada para mi disco. Y al escucharlo me propusieron que la música se basase en este disco entero, por lo que acabó siendo la banda sonora de Pico Reja”.
También se suma aquí Chico Pérez, cuya banda sonora para otro documental, La vida en una gota, combina sensibilidad pop y matices cinematográficos. “El proyecto llegó a mí a través de su productor e impulsor principal, Pedro Lendínez, presidente de la Asociación Mas Visibles, y sin pensarlo, en una llamada dije que sí. Fue un auténtico regalo, personal y profesional. Crear música para una historia siempre es bonito y emocionante, pero si además tiene como objetivo visibilizar una desigualdad existente en la sociedad, el trabajo cobra mayor relevancia”. Esto hizo que su trabajo en ella refleje muchos matices de su estilo personal. “En cada proyecto que me encargan siempre se encuentre mi sello personal. En este caso, el piano tiene un papel bastante importante en toda la música; surgió así y creo que encajaba a la perfección con el proyecto. Sabes que la historia es real y que las emociones y situaciones que estás viendo son verdad, hay que tenerle mucho respeto. Además, creo que es importante no caer en la pena, no caer en el sentimentalismo por que sí, cuando la historia ya tiene suficiente carga emocional. Y ese fue el mayor de los retos”.
Otro nombre fundamental es Miguel Rivera, alma de Maga, que ha aportado su sensibilidad melódica a cortos y proyectos audiovisuales desde hace muchísimo tiempo —El Factor Pilgrim, El Traje— hasta momentos más recientes, tanto en documentales —30 días para ganar, La Absoluta— como en ficción —Como Dios manda, Solos en la noche—, siempre con un pie en el sueño y otro en la herida. Él ya no es un músico que ocasionalmente trabaje en bandas sonoras, sino que la composición para cine, si no su trabajo exclusivo, sí que se ha convertido ya en el principal. “El imaginario de mis letras siempre ha sido muy simbolista y por eso se relaciona bien con el lenguaje cinematográfico. Es cierto que a diferencia de mi trabajo con Maga, en el que he tenido que mantener una coherencia, una línea y un estilo, la música para cine me ha permitido redescubrir el tiempo y el oficio de músico, lo que ha sido una maravilla porque en cada proyecto puedo cambiar mi voz, mi manera de componer, trabajar con instrumentos acústicos, con orquestaciones, con electrónica, con un abanico amplísimo de herramientas que no tengo pudor ni problema en utilizar, porque cada situación requiere una paleta de sonidos que no tienen por qué parecerse entre sí. El denominador común es mi estilo compositivo, pero el traje con el que van vestidas esas composiciones puede ser variopinto”.
De todos modos, hay siempre en su música una claridad andaluza sin folclore, una forma de mirar el mundo desde la esquina de una habitación con sol. Eso se debe a que él vuelca sus propias emociones en las que descubre en la obra para la que compone. “En esos momentos sufro una especie de síndrome de Estocolmo. Durante el tiempo que estoy trabajando en las películas todo gira alrededor de ellas y mis días pasan pensando en cosas para ella, recordando en mi cabeza escenas que he visto o leído y trabajando en segundo plano siempre en ellas”. Esa variación entre escenas vistas y leídas le da un giro a nuestro diálogo. “Hay que tener en cuenta que muchas veces trabajo sobre un guion y no he visto todavía ni una imagen de la película; me cuentan de qué va la historia y cuáles son las emociones que debo transmitir, por eso me valgo de las emociones más que de las imágenes. La música tiene que acompañar esas emociones, ser el soporte sobre el que cabalgan, crear una atmósfera apropiada para su impacto”.
Si hay un hilo común que define al presente, es la construcción de atmósferas. Aquí se sitúa David Cordero, un músico capaz de generar emoción sin melodía, de pintar sin trazo. Él crea piezas que suenan como si Brian Eno se hubiera perdido por Doñana y decidiera quedarse a vivir entre los juncos. “Me interesa construir una atmósfera que aporte una lectura adicional más que acompañar la historia. La música puede reforzar una emoción o sugerir algo que no está explícito en la imagen. No me interesa subrayar lo evidente, sino ampliar la percepción del espectador y generar un espacio sonoro que dialogue con la narrativa”. Ese diálogo pude apreciarlo personalmente hace mucho tiempo, porque de todos los músicos que aparecen en este texto fue a quien primero vi y escuché en relación al cine, ya que hace diez años, cuando el Festival de Cine Europeo de Sevilla todavía era el Festival de Cine y Deporte, él se dedicaba, desde el rincón oscuro de abajo a la izquierda de la pantalla, a poner música en directo a unos documentales mudos que se proyectaban. Para entonces ya había compuesto la banda sonora de Seis puntos sobre Emma y no ha dejado de poner su música al servicio del cine, sobre todo documental, habiendo tenido un año pasado muy fructífero con Viaje a Ítaca y La Marisma. “En mis discos, el espacio y el silencio son parte de la estructura musical. En el cine, ese espacio ya está definido por la imagen y el montaje, así que la función de la música cambia. Intento integrarme en ese entorno visual, aportando una capa emocional que complemente lo que se ve, pero sin restarle protagonismo a la imagen”. Esta reflexión de Cordero implica que a veces ha tenido que bajar el ruido de su propio estilo para dejar sitio a la imagen. “Sí, es algo necesario. Cuando trabajas con una película, el punto de partida no es tu lenguaje personal, sino las necesidades del proyecto. En mi caso, eso implica ajustar la densidad, el ritmo o la textura para que la música no compita con la historia. No lo veo como una limitación, sino como una manera diferente de aplicar lo que ya hago”.
También comparten la misma clave de no restar protagonismo a la imagen los Derby Motoreta's Burrito Kachimba, que han irrumpido con fuerza, llevando su rock andaluz lisérgico a Las leyes de la frontera, con guitarras que chispean como neones de los setenta. La acción se sitúa en Gerona, pero el sur se filtra igual; suena en la electricidad, en el calor, en ese ruido de fondo que parece un personaje más. “Dependiendo del momento hay que contenerse o desmelenarse, pero siempre con el mismo objetivo, sumar dentro de un todo”. Scott no encontró grandes diferencias entre pasar del escenario, con toda su energía, a una sala de mezclas de cine. “Es muy parecido a mezclar un disco normal, solo que hay nuevos elementos como diálogos y sonidos que aparecen en escena, pero el objetivo final es el mismo, transmitir un mensaje, una idea, una emoción. No hubo grandes sorpresas que nos pillaran desprevenidos, enseguida entendimos lo que Daniel Monzón —el director— quería y estuvimos todo el proceso vibrando en la misma energía, en la misma dirección”.
Bronquio, por su parte, con su electrónica cruda y su capacidad de transformar el beat en emoción, demuestra que el sonido jerezano puede habitar distintas geografías del cine. En Las gentiles de Santi Amodeo, su música late con melancolía urbana; en Golpes, la nueva película de Rafa Cobos, que también ve su estreno hoy en la Seminci, aporta nervio y tensión, una respiración casi física que acompasa la herida moral del relato. Él, sin embargo, difiere de Scott en el punto de inicio del trabajo. “Las herramientas que utilizo son las mismas pero el punto de partida es muy distinto. Si enfoco las piezas desde un lugar similar al de los discos o los directos, seguramente me esté equivocando”. Bronquio está menos familiarizado con cuadrar musicalmente un plano que un bombo, lo que me da pie a preguntarle si en el cine se siente más libre o más encorsetado. “La inspiración dentro de un relativo encorsetamiento me resulta algo liberador. A veces, estar al servicio de otra cosa más grande te libera de limitaciones autoimpuestas”. Su trabajo confirma que hay una nueva sensibilidad en el sur que sabe dialogar con el montaje, con el ritmo y con el silencio. No pestañea cuando le pido que defina el sonido del sur con el patrón programado en una caja de ritmos. “Un tango. Casi todo entra ahí”.
Sin embargo, a pesar del hermoso panorama que hemos presentado en este texto, no todo suena libre. Algunos compositores lamentan que plataformas como Netflix impongan a los directores el uso de música de librería, comprada en paquetes globales con licencias cerradas, lo que uniformiza el paisaje sonoro y arrincona el talento local. En paralelo, la inteligencia artificial ya compone música para anuncios publicitarios —melodías funcionales, sin alma ni contexto—, y es probable que pronto se le encarguen también bandas sonoras completas. “¿Qué papel tendrán entonces los músicos, los compositores, los que sienten el tiempo y el color de una escena?”, se pregunta Javi Ruibal. Quizá el de ser el último reducto de humanidad en el arte. “La IA debería dedicarse a los trabajos penosos, los forzados, los mecánicos —añade— y dejar al ser humano el privilegio de crear lo bello, lo imprevisible, lo imperfecto”. Porque el arte, como el sur, no se programa, sino que se siente, se respira, se vive… y se escucha.
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