El verano del mundo
Galaxia Gutenberg publica 'La ninfa inconstante', obra póstuma de Cabrera Infante
A estas alturas, resulta obvio señalar el carácter evocativo en la obra de Cabrera Infante. Sin embargo, dada su propensión al aforismo, dado su infatigable gusto por el retruécano, quizá sea conveniente recordar aquí que Cabrera Infante adquiere su talla literaria, no por su facilidad para la aliteración y el juego, sino por su escritura reposada, por la sintaxis musical y la memoria digresiva, que le permitió reconstruir, con la minucia y el fervor del enamorado, aquella Habana de los 50 donde su juventud asomó a la hoguera de los cuerpos, así como a la promesa inagotable de la ciudad, del cine, de la literatura. El propio Cabrera reconocía el magisterio de Proust y A la recherche du temps perdu; sin embargo, en La ninfa inconstante (que obviamente rima con Infante), la sombra tutelar y el espíritu aciago que ilumina estas páginas no es otro que Nabokov, aquel Nabokov que escribe, entre el escalofrío y la culpa: Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas.
La Lolita de Cabrera se llama Estela, y como aquélla posee una carnalidad vegetativa, una malicia incoherente, lúbrica y en fuga. Hay que decir, en cualquier caso, que La ninfa inonstante es una novela sin terminar; de modo que el lector asiste, por un lado, a la tramoya del escritor, al esqueleto en marcha de una novela, y de otra parte, a la sensación de obra fallida que acompaña, inevitablemente, a estos esbozos. Asunto diferente es la necesidad, la pertinencia o no de publicar algún escrito póstumo. En La ninfa inconstante, junto a la estampa breve, junto a la parla indescifrable y la réplica ingeniosa (me aplastas con tu erudición, dice Estelita), nos encontramos con la vieja Habana de Cabrera, y por lo tanto, con la potencia plástica del escritor y su capacidad memorativa de una Cuba pretérita. Todo lo cual nos lleva a celebrar la publicación de La ninfa..., si bien el mayor logro de Cabrera Infante, sobre su extenuante juego con el idioma, es éste de convocar el espectro arenoso de su juventud, y ello con la excusa, gloriosa excusa, de un amor culpable, errático y triunfante. Al igual que el Humbert Humbert de Lolita, el protagonista de La ninfa inconstante habrá de pasear su fiebre por hoteles ruinosos. Al igual que H. H., padecerá los celos, la incertidumbre, el abandono. La única diferencia -diferencia crucial- es que Lolita sucumbió a su propio y poderoso influjo; mientras que Estela, Estelita, muchacha apática y carnal, encontró la redención en el amor de las damas, a cuya generosidad dejó el sufragio de sus horas adultas. Así, frente a la destrucción de la ninfa, la frágil mariposa adolescente que postula el ruso, Cabrera Infante había ideado una joven infausta cuya curiosidad, cuyo íntimo abandono, será quien le propicie una suerte de salvación, lejos ya de la avaricia y el encono de los hombres. En Cabrera, pues, no hay agonía, y sí una indolencia, un tibio aproximarse de los cuerpos, que orilla la tragedia y deja a la ciudad, a La Habana, como azarosa trama donde el amor aflora inopinadamente. De este modo, la ninfa tropical de Cabrera tiene más de brusca exudación, de ofrenda veraniega de las calles, que del ruin holocausto que se da en Lolita.
Por otra parte, el talento de Cabrera es siempre un talento climático, un merodeo sensorial, cuyo lirismo radica en la naturaleza fantasmal de cuanto se recuerda. Es decir, en La ninfa inconstante, como en La Habana para un infante difunto, lo que se elucida es la estructura misma de la memoria. Nabokov, tan atento a estos problemas, incluyó un ensayo sobre el tiempo en su Ada o el ardor. De igual modo, estas páginas póstumas de Cabrera Infante son la consumación de un legado y la prédica de una certeza: probablemente, la vida no sea más que un fracaso acelerado; pero es la literatura quien recompone el mundo, quien lo vuelve a soñar cada mañana. Así con esta Estela, con la Estelita de Cabrera, ninfa dorada e inconstante.
No hay comentarios