Análisis

Alfonso Jiménez

Maestro mayor honorario de la Catedral de Sevilla

Don Carlos y la cultura

Domínguez Valverde, el cardenal Amigo y Alfonso Jiménez en la apertura del Aula de Hernán Ruiz en 1993.

Domínguez Valverde, el cardenal Amigo y Alfonso Jiménez en la apertura del Aula de Hernán Ruiz en 1993. / M. G.

Creo que, en estos tiempos, todas las edades del hombre se han estirado, tanto que algunos, aun siendo ya muy mayores, tenemos una madre lúcida que nos espera en una casa antigua, que hace poco aún escribía cartas a don Carlos Amigo, que este contestaba puntualmente. Mientras nuestros mayores estén entre nosotros, por muy jubilados que estemos algunos, al despertar agradecemos la prórroga, pues no somos los más viejos un día más. Pero hay momentos en que el tiempo se resquebraja y caemos en la cuenta de los años, en la celada inevitable del tiempo.

Anteayer, porque la mañana era luminosa y el chaparrón de la tarde del martes nos dejó una Sevilla antigua, explicaba a una amiga recobrada las naves y ámbitos de la catedral, con la seguridad de que todo está en su sitio, cada imagen, cada pináculo, cada ámbito. Casi al final de la visita vimos tras la reja de la capilla de los Aniversarios a unos amigos: “Don Carlos ha fallecido”, nos dijeron de sopetón quienes medían y trasteaban con los muebles dorados del Corpus. Supongo que ante ellos fui capaz de mantener el tipo mientras asimilaba que lo que aquellos señores, Ana y Jaime, Pedro e Ignacio, estaban haciendo era preparar la cripta donde él eligió, hace cuarenta años, ser enterrado. “Usted, Don Carlos, sólo tiene que ocuparse de lo suyo que nosotros nos encargaremos de su entierro”, recuerdo que le dijo don Antonio Domínguez Valverde, el más cura de todos los curas, la primera vez que hablamos los tres de lo que parecía una broma, el sepelio del nuevo arzobispo, cuando insistió en hacer una “visita pastoral” a toda la Catedral, incluidas las cubiertas.

Echaré de menos muchas cosas de don Carlos, pero hoy y aquí sólo soy capaz de articular, agradecido, unos cuantos recuerdos personales, los primeros que se vienen a mi memoria, pues otros escribirán sobre la Magna Hispalensis o de la Fundación Forja XXI o la reforma de los Archivos o la construcción de la Pinacoteca. Echaré de menos su elocuencia, el gesto y la pausa, la sonrisa y las bendiciones lentas en las que se recreaba; ahora soy consciente de que manera el bautizo de un nieto, como parte de uno colectivo, se podía transformar en una ceremonia luminosa por la voz clara y la sonrisa del cardenal, incapaz de practicar la miseria de los sermones eruditos a la vera de otro franciscano, el San Antonio de Murillo. Echaré de menos su figura al lado de Isabel en el paseíllo de la boda de la infanta, cuando tres escuderos dispares, Navarro, el hermano Pablo y yo, los escoltábamos hasta la Puerta del León entre el cuchicheo de los espectadores, extrañados de tan rara comitiva. Atrás quedaba la tensión que provocaron mi protesta y su apoyo por los abusos de televisión, pero será difícil olvidar la dureza de su mirada y sus palabras mientras ponía firmes a los responsables. Cada cosa en su momento, pero la conservación del patrimonio eclesiástico era el mínimo irrenunciable.

Lo que más valoro de mis años cerca de Don Carlos, ya fuese como maestro mayor de la Catedral o como organizador de actos culturales, tan variados como el Año de la Giralda, el traslado de los fondos de la Colombina cuando se hundió o el simposio internacional de La piedra postrera, es la confianza que me otorgó en tantas ocasiones sin otros méritos por mi parte que una sinceridad poco académica. Así pude proyectar y organizar una pequeña parte de su concepto cultural. El 20 de mayo de 1993, como acredita la foto que aquí vemos, don Carlos y don Antonio me hicieron el honor de presidir la primera actividad pública de la más prolongada iniciativa cultural de la catedral de la que tengo memoria, ajena por completo a cualquier directriz pastoral o piadosa. Así fue el Avla Hernán Ruiz, cuya creación apoyó sin reservas y que, año tras año, durante más de veinte ediciones, dos décadas, que se dice pronto, mantuvo, pues el dinero fluía puntualmente para pagar, y bien, investigaciones, conferencias y debates a personas a las que sólo se exigió calidad y rigor en sus investigaciones. Creo que un centenar de trabajos publicados sobre temas muy variados de la historia de la ciudad y la catedral quedan como testigos de un concepto cultural que Don Carlos imaginó e impulsó sin condiciones.

Muy probablemente, la idea de que fue un cardenal del Renacimiento trasplantado a nuestra época se recuerde a menudo en estos días, pero creo el concepto cultural de don Carlos se acercaba más al de aquellos romanos que llamamos evérgetas, mecenas que aplicaban sus recursos en bien de la comunidad, pues si conservar los bienes propios es una obligación de la Iglesia, y exhibirlos un recurso nada desdeñable, es algo muy distinto destinar dinero y esfuerzos a que los niños de todos los colegios públicos de la provincia pudiesen participar en un concurso cuyo premio consistió en un viaje a ver las pinturas de Goya en El Prado. No era caridad ni propaganda. Y menos una obligación.

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