TIEMPO El tiempo en Sevilla pega un giro radical y vuelve a traer lluvias

No tenía edad, sólo recuerdos. Aquellos que se forjaron en su niñez de posguerra, de escasez y hambre camuflado con chocolate de algarroba, de brasero de cisco donde calentar el alma las noches frías levemente iluminadas con luz de candil.

Era una superviviente a un tiempo en el que las mujeres sacrificaban su presente y su futuro trabajando en el campo o la costura para vivir y soñar que algún hermano aplicado pudiera estudiar en una escuela de pueblo con la esperanza de ser algún día maestro o médico.

Vivió en la humildad y aprendió el oficio de la entrega, la discreción y el esfuerzo, labores que se realizan en silencio y permiten que la escucha y el pensamiento se fundan para crear un aprendizaje de la vida basado en la bondad, la sencillez y la fe.

Por fortuna dedicó sus últimos años a transformar lisas telas en túnicas de nazareno que eligió blancas, nunca de otro color, sólo blancas como el manto de la Virgen a la que rezaba con las manos, en cada puntada dada, con cada hilván, deslizando con dulzura el fino hilo ayudado del dedal de plata antiguo y desgastado y susurrando una oración, un misterio, una plegaria sincera y nívea como la hebra escurrida entre sus dedos, clara como un suspiro de juventud y limpia como las flores céreas del árbol del amor que cada primavera regala Sevilla en románticos rincones.

Perfumaba cada Ave María con su incienso de súplica y perdón mientras mimaba la confección de cada capa midiendo su vuelo con exactitud para que, como palomas del parque, rompieran a volar dejando paso al dulce sueño que envuelve a la ciudad en azahar temprano.

En ella habitaba el sentido de una cuaresma de verdad, de recogimiento y examen de conciencia silencioso y profundo. En ella residía la sabiduría al encontrar, en la primorosa labor, el apoyo valioso de la oración sin ornamentos, sólo acompañada por el rumor de la fe nacida de sus manos.

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