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Análisis

Charo Padilla

Memorial de cuaresma: costumbres

Nos han quitado las cofradías en la calle, que no la Semana Santa. Nos han quitado algunos de los rituales de cuaresma. Esas tardes donde la luz se va alargando mientras en las iglesias se limpia la plata y suena una marcha de fondo. Nos han quitado el trajín que se monta cuando vamos a la hermandad a sacar la papeleta de sitio. Nos han quitado los montajes de los pasos, las largas colas aguardando para encargar el capirote, las últimas pruebas de la túnica nueva. ¡Que el niño ha crecido tanto que no había más remedio que hacerle una nueva! Las hermosas tardes rizando la palma que luego adornará el balcón durante todo el año.

La pandemia nos ha quitado mucho, muchísimo. Pero a pesar de todo, en esta ciudad, nos aferramos a nuestras costumbres que se convierten en asidero para consolar nuestra alma herida. Este domingo hemos vuelto a celebrar la función principal de nuestra hermandad con la misma solemnidad, pero con distinta emoción. Hemos sido más conscientes que nunca de lo efímera y frágil que es la vida. Y nos hemos agarrado a ella con fuerza. No ha sido una función cualquiera. Debemos llevarlo en el ADN. Es cambiar la luz, alargarse los días, brotar el azahar y tener una necesidad imperiosa de pasear la ciudad. Al menos pasearla. Y llorarla. Y extrañarla.

Esas tardes cuando nos acercábamos a los barrios a empaparnos de verdad. Y atravesábamos el parque camino del Tiro de Línea y nos seguíamos admirando y emocionando al comprobar, un año más, que vivimos en la ciudad más bonita del mundo. Estos días iré a rezarle a la Virgen de las Mercedes y no me olvidaré de pasar por Casa Benito, o Casa Molina, tradiciones culinarias imprescindibles. Iré a la Paz y me acercaré a Casa Palacio, memoria de una adolescencia que añoro con nostalgia. Y sonreiré ante mi Virgen de los Dolores del Cerro. Y me citaré en el Bar Fernandito con Paquili para que me siga hablando del barrio y de la Virgen, de la Virgen y del barrio. Tradiciones irrenunciables.

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