La ventana
Luis Carlos Peris
Se abre la temporada de fuego real
el poliedro
La política en España, en estos días raros, ha convertido a los Presupuestos Generales del Estado (PGE) en una realidad ajena a lo que en puridad deberían ser: una planificación de los ingresos y gastos del país, de la Gran Empresa común. Los PGE tendrían que ser un compromiso sobre dónde se van a gastar e invertir los recursos obtenidos por, fundamentalmente, los impuestos directos (los que gravan la renta de las personas y las empresas; IRPF e impuestos sobre el beneficio de las empresas) e indirectos o sobre el consumo (IVA y Especiales, como los del combustible). Los PGE deben -deberían- recoger los compromisos políticos e incluso ideológicos de quien ostenta el poder, el Gobierno. Deben, por tanto, orientar la acción política acerca de la Educación y Sanidad públicas, sobre la inversión en infraestructuras y otras responsabilidades del Estado; las políticas de fomento de sectores y las ayudas a personas y actividades concretas, la armonía territorial en un país poliédrico. Y no es así.
El atomizado reparto de los escaños que nos alumbra hoy, y la rotunda presencia de una pandemia que nos convierte en el país con peores perspectivas y mayor daño económico en sólo en la Unión Europea, sino del mundo, convierte a los Presupuestos en una moneda de cambio, o sea, los mixtifica. O sea, falsea su esencia de gestión, para hacerlos puro politiqueo, y no creo que sea exagerado el diagnóstico. Siempre ha sido así en democracia, pero ahora los PGE son más que nunca un escenario de negociación de afanes territoriales y de derribo del sistema vigente. Lícito, pero justo lo contrario de lo que conviene a la eficiencia en el uso de los recursos públicos y a la eficacia en el logro de objetivos colectivos. Cierto es que llevamos años manoseando unos PGE que decimos "de Montoro", simplificando. La principal ley que todo Gobierno debe defender y acordar parlamentariamente cada año son los PGE. Y, sin embargo, el 'ruido' político, en un país que no para de dispararse al pie, deja en segundo plano lo que debiera estar en el primero: de dónde sacará el país los dineros, y en qué lo aplicará. Algo realmente preocupante en, debemos reiterarlo, una España que afronta una caída brutal del Producto (de la economía), un aumento también brutal del desempleo y una no menos brutal deuda pública, que no sólo no se va amortizando, sino que no para de crecer, ni tiene pinta alguna de parar. El futuro de las generaciones de españoles está seriamente comprometido: la sanidad y la educación y las pensiones. La sostenibilidad del sistema y el progreso de la nación y su gente.
Un asunto parece no estar encima de la mesa mientras que los PGE se debaten entre los votos de quienes no cotizan la gestión, quienes cambian su apoyo a la aprobación de los mismos por futuras repúblicas 'intranacionales' (Cataluña y País Vasco), o por dinamitar a la monarquía parlamentaria, a la propia monarquía como forma de jefatura del Estado. Ese "asunto olvidado" entre tanto trajín de cambio de estampitas es que los PGE deben confeccionarse y aprobarse cada año. No sólo ahora, también el año que viene, y el otro. ¿Ante qué nuevas y sucesivas exigencias de quienes no creen en la causa común deberá el Gobierno de Sánchez ceder en 2021, 2022 o 2023 para mantenerse en el poder, de la mano de una vicepresidencia, Unidas Podemos, que no cree en la economía de mercado, o sea, en la economía, y con unos apoyos nacionalistas cuyo bien superior no es el bien de todo el Estado, sino la independencia? La pregunta es larga y tortuosa, y largo y tortuoso será el camino, con unos PGE sometidos a la irracionalidad de la gestión debida, mientras el mundo exterior del que dependemos nos mira con perplejidad, y recela y cierra la mano.
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