En esta cuaresma tomada por el blanco y negro de aquello que tanto hemos amado, contemplo en mi oratorio personal la fotografía del Señor de la Salud de la Hermandad de los Gitanos regresando en la mañana del Viernes Santo por la plaza de la Encarnación. El sol de Regina, las familias asomadas al balcón, los airosos candelabros gastados de cera, los cirios depositados en el asimétrico monte a sus plantas. Nazarenos, personajes de gorra y sombrero orgullosos frente a la cámara. Felices. O aquella otra de Sánchez del Pando, entrando San Román. Multitud expectante desde calle Peñuelas. Niños en brazos de sus padres. El paso del Señor vuelto mirando al pueblo que, intuimos, le llora, le agradece, le pide fuerzas para seguir con su vida. Es el misterio hermoso que anuda el pasado con el futuro de Dios en la Semana Santa. Nada se perdió. Ni una sola de esa plenitud vivida en la mañana del Viernes Santo se ha apagado definitivamente. Vuelven a sonreírnos aquellos niños que desconocían aún el desgarro posterior de la guerra. Las calles olvidadas vuelven a esperar la leve caricia de su cofradía. Los balcones nunca han vuelto a estar vacíos. Habitados de nuevo por todos aquellos que amaron lo que ahora nosotros amamos.

Vuelve aquel niño que siente el apretón firme de la mano que le acompaña y le explica la Piedad de la Mortaja. La dulzura de los angelotes jugueteando con los pellizcos del sudario para aliviar el sereno dolor de su Madre.

El sábado pasado despedimos a mi tía. La mayor de la familia. Y convencido, cada vez que soy alcanzado por la dulce Victoria de su mirada, vuelven también a mí la plenitud de los Jueves Santos, de almuerzo temprano y nervioso, de raso morado y escudo bordado en oro bien perfilados la columna y azotes. Y ahora sé que cada vez que veo a la Madre de mi familia, les veo. Ése y no otro es el misterio de la plenitud encontrada en aquella foto.

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