El Cristo de la Salud atraviesa el puente de San Bernardo.

El Cristo de la Salud atraviesa el puente de San Bernardo. / D. S.

Quien ama Sevilla, es capaz de imaginar una ciudad diferente en la que sus calles, olvidando el color del asfalto, se transforman en largos caminos de colas y capas con distintos matices de color, cada año más numeroso, que abren paso a la manifestación más bella y exaltación de fe, emoción y memoria que constituye la esencia de la Semana Santa sevillana.

Quien sabe valorarla, conoce su cultura y la siente de verdad, logra alejarse del bullicio previo que impide el recogimiento cuaresmal, y se convierte en el sabio que vive en plenitud el significado de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús.  Son los herederos del patrimonio intangible de una ciudad que desnuda su magia durante una semana efímera, sin requerir ningún programa digital o en papel para encontrase de nuevo ante Dios y ante sí mismo.

Por eso, las preocupaciones previas a la Semana Grande, manifiestas especialmente este año por los cambios de horarios en el recorrido de las cofradías, la eliminación de filas de sillas en la Carrera Oficial, así como la inquietud de muchos ante la designación de las hermandades que procesionarán de forma extraordinaria el próximo Sábado Santo, jamás deberían empañar la verdadera visión que ha de darse a tan trascendental experiencia del encuentro íntimo con Cristo.

 La seguridad de lo positivo que las nuevas medidas están aportando y las que posiblemente se adopten en los siguientes años, no cambiarán nunca el esperado olor a incienso de las calles, el sabor dulce de una torrija tomada con las prisas de quién desea ver la primera en La Campana o el ritmo del vaivén de la adamascada colgadura sobre el hierro de un balcón.

Saber percibir el baile del azahar al paso de un palio. Recordar un martillo de llamador que aún asombra al ser sonado. Emocionarse ante la húmeda mirada detrás del antifaz que exhibe ante Dios el dolor de su pecado o distinguir el matiz de la madera oscurecida por el tiempo, no debe ser un ejercicio forzado, sino el producto natural de quien deja volar su alma de niño hasta los brazos de su Madre buscando en ella alivio y consuelo, acompañándola cada primavera con el deseo de regar sus pies cansados con flores frescas.

Hoy es Miércoles Santo y serán numerosas cofradías las que procesionen con esa especial ilusión que se genera tras un año de espera. La gracia juega a esconderse en los rincones más bellos de la ciudad y la luz se manifiesta como cómplice fiel en esta sucesión de vivencias. Por eso, volverá a asaltarnos la duda de cuál será la primera visión en este día y el rincón elegido para descubrir donde el aire acaricia con mayor sutileza el alma. Para saber elegir bien hay que saber mirar más allá de lo perceptible,

  Por eso, para aquellos que saben mirar con acierto, la calle Adriano volverá a ser el mar azul que mece con dulzura la pena de la muerte del Hijo, e iniciada la tarde, El Arenal pintará el cielo con las sonrisas inocentes de los niños nazarenos que, con varitas y canastos repletos de caramelos y estampitas, pasean su alegría por este mar sin puente. De la mano, La Caridad, que es pura flor, los acompaña. De noche, la alfombra de claveles rojos que sostiene la dramática imagen del Hijo yacente, es sangre y dolor a su entrada en el templo. 

Al que logra ver, le impacta la representación del pasaje de las Negaciones de San Pedro y la Virgen del Carmen en su palio con olor a mar llegando a Feria.

¿Quién no ha sentido en la azul mirada de la Virgen de Consolación el amor infinito del enfermo que espera en San Juan Dios?. Sed de misericordia y consuelo saciada en este íntimo encuentro.

En San Lorenzo, los árboles de la Plaza abren camino al Buen Fin inclinando las ramas a su paso y se percibe en las caritas de los niños que lo esperan, aquellas de los pequeñitos a los que esta solidaria hermandad favorece para minimizar el impacto de sus dificultades.

El cofrade que mira con los ojos del alma, también encuentra este día entre velas rizadas, claveles blancos y azahar a la Virgen del Refugio de San Bernardo en su camino hacia el puente tejido con capotes de luz y sones de artillería, y por Tetuán queda deslumbrado por el Nazareno de las Siete palabras que anda sobre aguas de plata.

Emocionarse en la Plaza del Cristo de Burgos, el más antiguo de la Semana Santa, es pensar al amigo que se fue a procesionar por el sendero del cielo y acompañar su recuerdo bajo la luz de una luna llena de suspiros negros. Es además admirar el Misterio de Lastrucci venir por Orfila y contemplar el momento en que Jesús es prendido, ocultando tras el impresionante olivo nuestra debilidad humana. 

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