Tengo la mala costumbre, Juan Parejo lo sabe, de entregar mis artículos casi rozada la fecha límite. Siempre pienso que cada día puede aflorar una nueva inquietud y hoy, recorriendo los umbrales de la onubense Plaza de las Monjas, me ha invadido el olor a incienso. Todos los pensamientos se han alborotado, emociones, sentimientos y olores que se han entremezclado para hacerme retornar a la única idea que me ha perseguido siempre: existe algo superior a nosotros en esta Semana. En el Arte.

Si las personas somos el reflejo de Dios en la tierra, a su imagen y semejanza, su máxima forma de expresión, y nosotros, las personas, nos expresamos a través del arte… ¿No es acaso el arte la expresión de Dios en la tierra? Hay una fuerza capaz de crear y reproducir estéticamente obras superiores a la concepción humana. Tallas que generan sentimientos y sensaciones incalificables. Túnicas, olores, rimas, músicas, comidas, redobles, tiempo, un sol que se mece entre tanta gente que parece imposible. Humo, incienso, fuego, ceniza, una gota de cera que cae y queda a medias tintineando en el pabilo que se muere con cada lágrima. Hay quien sabe tejer sábanas santas con montes de cardos a los pies de una parihuela. Hay quien con alfileres atavía una talla sin medir, sin pretensiones más que lucir su fe en un barrio. Y también quien emite acordes y agudos y graves en una cascada vocal que se rompe al quejío de un ¡A esta es!... Al golpe sentenciante de un martillo, entre el racheo acompasado de las zapatillas en la noche, ese minutero que marcan el tiempo en una voz que se apaga, como se apaga esa madrugada en la que vuelves a tu barrio ya de día, casi, tras agotar las últimas horas de la jornada, intentado jugar a ser Dios y que la semana nunca se acabe.

Hay un silencio entre dieciocho ciriales que llevan el misterio de nuestra Fe y en la calle de San Fernando, con una cruz al hombro, un padre está esperando.