El parqué
José Ángel García
Retroceso del Íbex
El personaje de la semana es Feijóo. Con cinismo o quizás en un arranque incontrolado de sinceridad o con galleguidad profesional calculada, todo puede ser aunque igual da, ha admitido en una entrevista que "la clase política es la peor de los últimos 45 años". Y para que no queden dudas ha incluido en el lote al PP y se ha incluido él mismo. Si siguiera la racha y Pedro Sánchez hiciera lo mismo, igual completábamos una auto radiografía del país bastante certera. Porque tiene razón Feijóo, a quien le honra admitir lo evidente aunque después empezara a repartir responsabilidades con porcentajes desiguales. El problema real de España es la mala calidad de la política que se practica en todos los ámbitos. De ahí se derivan decenas de patologías y se desatan los problemas. Instalados hace años en el peligroso juego de no hacer prisioneros cuando se gobierna y no ayudar a la construcción de nada cuando se está en la oposición, se han quemado los manuales de la política responsable, la que prima el interés público por encima de los partidistas, la que busca consensos y no fragmentaciones insalvables, la que aporta civilidad en vez de barbarie dialéctica, la política centrada en resolver los problemas de los ciudadanos.
No es que los políticos que antecedieron a quienes hoy desempeñan responsabilidades fueran sólo dechados de virtudes adornados por un espíritu versallesco. Claro que no. Pero lo que vemos hoy a diario es otra cosa. Cansa, aturde y preocupa asistir a los debates parlamentarios y al uso partidario de las mayorías en las instituciones. Marea el ruido de la máquina de esparcir porquería que funciona 24/7. Asusta que se incumplan leyes y se lleven otras al límite, que se practique el filibusterismo y que la respuesta de los dos grandes partidos sea una concatenación reactiva de comisiones de investigación, de amenazas de citar a familiares si el otro lo hace antes o de extender las inspecciones fiscales a los partidos de la bancada de enfrente. Es, en definitiva, un bochorno que sólo puede acabar mal. Y acabar mal significa que los populismos siempre tendrán razón de ser y obtendrán apoyo de los ciudadanos defraudados una y otra vez por los partidos tradicionales. Acabar mal es profundizar en el proceso abierto de minar la confianza en la democracia por más que proclamemos que no existe otro sistema moralmente superior.
Los riesgos son enormes. La democracia se ha convertido en un sistema ineficaz para resolver muchos de los problemas de los ciudadanos. Y la democracia o es eficaz o sólo es retórica. Y la retórica democrática está, desgraciadamente, muy desprestigiada. Hay muchos casos que plantean dilemas casi imposibles de resolver. Lo vemos en el entorno rural, donde muchos agricultores hartos de que nadie les resuelva sus problemas se echan en manos de la ultraderecha, que aunque tampoco los va a resolver, al menos les dice lo que quieren oír, señalan rápidamente a los culpables, prometen soluciones imposibles y tiran de testosterona como demostración de hasta dónde están dispuestos a llegar contra el sistema. O el populismo de izquierdas cuando construyó sus propios ejes del pueblo oprimido contra los poderosos, envenenando el apellido de quien no se situaba bajo el paraguas del bien absoluto que decían representar.
El sistema está gripado y es ineficaz. Las democracias liberales están en crisis en toda Europa. Sólo hay que echar un vistazo al mapa de poder. La democracia no sólo tiene que garantizar derechos y deberes, la seguridad jurídica, la división de poderes y abrir las urnas cada cuatro años: tiene que resolver problemas, tiene que validar su supremo interés mediante la eficacia. Ruido, mucho ruido, pero la sanidad pública está en sus niveles más bajos, el acceso a la vivienda es una aventura accidentada y las desigualdades se disparan.
Ésa es la rendija por la que se cuelan quienes están extramuros del sistema en muchos países. Pero el populismo sólo aprovecha el hueco. Quienes permiten la grieta son todos los partidos del arco parlamentario con su proceder, que alimenta y permite que el recurso de utilizar el miedo, el odio y el resentimiento se abra paso.
El populismo encuentra su propia forma, elevada al cubo, en Estados Unidos con Trump; en Turquía con Erdogan, en Hungría con Orban y en la Rusia de Putin, donde ha traspasado ya la epidermis populista para llegar el hueso dictatorial. Y en Latinoamérica escala imparable con gobiernos de derechas y de izquierdas. Da igual que sea Bolsonaro en Brasil que el Ecuador de Rafael Correa, de Milei o de Evo Morales. O los populismos devenidos en dictaduras en Venezuela o Nicaragua, y Cuba, caso esclerotizado bien conocido hace más de medio siglo. Son autoritarismos de aparente raíz democrática: en todos estos países se abren las urnas, aunque sea un mero paripé.
El culmen refinado es el modelo autoritario que representa Bukele en El Salvador. Primero anunció su candidatura a la reelección y después removió a los jueces de la Sala Constitucional para que le permitieran presentarse interpretando la ley a su manera. Si usted le pregunta a un ciudadano de La Campanera en San Salvador por lo que ha hecho Bukele con las maras, encadenadas como ganado en las cárceles y sin respetar los derechos humanos más básicos, le dirá que su presidente se ha quedado corto. A ese ciudadano las maras le quemaban la tiendecita, violaban a sus hijas y le cobraban un impuesto por salir y entrar de su casa. Lo que la democracia fue incapaz de resolver durante años, lo hizo Bukele con un ejército de 7.000 militares arrasando con todo, con víctimas colaterales inocentes cuyos cuerpos aún buscan sus familias y, sembrando de paso, los futuros golpes militares en el continente. Porque a estos militares convertidos en los salvadores del pueblo poco podrá oponer el poder político cuando se les monte en el pico de la metralleta. Teníamos un problema y lo hemos resuelto. El líder salvadoreño tiene el 85% de los votos y 54 de los 60 escaños del Parlamento.
En España estamos muy lejos de El Salvador y nuestros problemas no son los de Latinoamérica, pero por la rendija de la ineficacia, la política encanallada y la debilitación de las instituciones se cuelan fenómenos que ya estamos tardando en frenar mientras los respectivos hooligans se parten las manos aplaudiendo a los suyos.
Otro populista peligroso y desencadenado, Netanyahu, ha dejado esta semana en Gaza siete cooperantes muertos de la ONG del chef José Andrés. Un ataque del ejército contra vehículos perfectamente señalizados y con un itinerario y una actividad conocida por las autoridades. Es duro decirlo: disparar contra civiles desarmados es más un asesinato que el efecto secundario de una guerra. Inexplicable. Sólo se entiende por una política de gatillo libre autorizada por el ejecutivo israelí. El presidente del Gobierno no sólo ha pedido explicaciones sino que, en crisis claramente abierta ya con Netanyahu, amaga con adoptar medidas diplomáticas y ha lanzado su apoyo al reconocimiento del Estado palestino visitando de paso cinco países árabes.
El conflicto promete terminar incendiando la región tras el ataque de Tel Aviv contra el consulado de Irán en Damasco, con siete víctimas mortales, entre ellos un destacado comandante iraní. Irán no sólo anuncia represalias, sino que mete en la ecuación a Estados Unidos. Es sabido que Hamas recibe armas y dinero de Irán, que también apoya a Hezbolá, que fustiga a Israel desde la frontera norte con el Líbano. Los muertos provocados por este conflicto se cuentan ya por decenas de miles. Y cada día se complica un poco más. Lo que es insostenible es que se mantenga el apoyo de occidente a Israel mientras continúa con tenacidad encomiable haciendo desaparecer a un pueblo entero del mapa y condenando a la miseria y al hambre a los supervivientes.
Como Penélope, España teje y desteje leyes con impar habilidad. Los textos que nacen sin el consenso de los dos grandes partidos suelen estar condenados al ostracismo, a la derogación o a la anulación fáctica, salvo algunas leyes harto conocidas que con el tiempo terminan siendo de uso y disfrute de quienes las denostaban. El problema es que si sólo se pudieran impulsar leyes consensuadas no habría producción legislativa. Es lo que ocurre con la Ley de la Memoria Histórica, que el PP no aprobó en su día. Ahora en las comunidades donde gobierna con Vox se están tumbando las leyes regionales relacionadas con ella. Aunque la Ley de la Memoria Democrática es nacional, la derogación de normas regionales obstaculizan o impiden su aplicación.
El Gobierno ha decidido internacionalizar este asunto. Y no sólo lo lleva al TC sino que ha optado por activar una serie de iniciativas ante la ONU, el Parlamento Europeo y el Consejo de Europa. De momento lo han hecho Aragón, Valencia y Castilla y León. El PP no tiene previsto hacerlo en las comunidades donde gobierna sin Vox, lo que evidencia los tragos amargos de gobernar con el partido de ultraderecha. El Ejecutivo de Sánchez considera que la actuación de estos gobiernos regionales es "grave" y "contraria a los valores de la ley de Memoria Democrática". La ley era uno de los tótems que pretendía derribar Vox. La consecuencia menos deseada, al margen del entorpecimiento del cumplimiento de una ley que pretende cerrar heridas y entregar los cuerpos de muchos desaparecidos o inidentificados a sus familiares, es que España sigue exponiendo sus cuitas internas en la escena internacional. La incapacidad de entendimiento o el sabotaje a otras leyes (la no renovación del CGPJ por el PP) nos colocan bajo "la tutela" de algunas instituciones internacionales y parecemos un país incapaz de gobernarse a sí mismo con unos partidos ajenos a consensos básicos. Igual es que somos lo que parecemos.
Imanol Arias, Bosé, Motos: tres patas para un banco
Miguel Bosé llegó a decir: "Los gobiernos nos quieren matar" en relación con la vacuna del Covid-19 y alguna cosa más divertida de ese tenor. Pablo Motos es un defensor de una terapia avanzada de regeneración celular que crea un campo electromagnético y, según el presentador, reorganiza la carga celular e incrementa la energía y la salud. Para la ministra de Sanidad y otros expertos es sólo pseudociencia propia del Teletienda. Y ahora Imanol Arias. El actor considera que la agenda 2030 "es asesina", aunque recoge ítems contra la pobreza, el cambio climático o el hambre en el mundo. "Si me recomiendan ahora mismo que beba agua del grifo, no la bebo porque sé que me envenenan". Estamos fatal. ¿Estas celebridades no tienen a nadie que les aconseje que cierren el pico cuando se bajan del escenario?
Loco mundo
La ONU ha elegido a Arabia Saudí para presidir el foro sobre derechos de las mujeres. Un instrumento para promover la igualdad de género y políticas similares. El embajador saudita en la ONU ha sido elegido por aclamación, o sea, que estaba más que pasteleado cualquiera sabe por qué intereses. En Arabia Saudí la mujer necesita permiso de "un tutor" masculino para casarse, se establece que la esposa "debe obedecer a su marido de forma razonable". Es legal retirarle el sustento si se niega a tener relaciones sexuales con el marido. En público tienen que vestir la abaya, ese atuendo negro que cubre todo el cuerpo salvo la cara. No pueden iniciar trámites de divorcio, sólo el varón puede hacerlo. Éstos son los que van a manejar el foro. Y anoten otra buena: el espionaje chino captó a líderes ultraderechistas flamencos. Ultraderechistas en feliz y adinerada comunión con los comunistas. Qué acertado aquello de Mafalda de "paren el mundo que me bajo".
Almeida se va de luna de miel
El alcalde de Madrid, que se casó ayer, se reincorporará al Ayuntamiento la última semana de abril. Se coge sus quince días para su luna de miel. Al frente del Ayuntamiento se queda la vicealcaldesa, Inmaculada Sanz. No ha lugar para la polémica, por mucho que diga la oposición. Hay que naturalizar estas cosas. Además, si las ciudades no se hunden con sus alcaldes al frente tampoco se van a hundir por quince días de ausencia.
Bonita campaña para Renfe
Manuel Carrelo, alias Nenón, un ciclista aficionado de Lugo, ha recorrido en bicicleta la distancia que separa Gijón de Ribadeo (150 kilómetros) en cuatro horas y media. Para ese trayecto Renfe dispone de dos trenes: uno tarda algo más de cuatro horas y media y el otro, seis. El ciclista pensó que antes de sacarse el billete lo haría pedaleando, que llegaría antes. Dicho y hecho. Al final la noticia se ha convertido en un acto de vindicación sobre las deficientes conexiones ferroviarias en el norte de España.
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