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El hijo de Peter Sellers (6)

Estaba perdiendo el tren, pero Dios, que aprieta pero no ahoga, escuchó mis súplicas. Un día abrí el periódico y ahí estaba la noticia: "Spielberg rodará en Trebujena"

El hijo de Peter Sellers (6)

El hijo de Peter Sellers (6) / Rosell

Mi tendencia a la novelería evitaba que me diera de bruces con la realidad: los años pasaban y ya empezaba a ser tarde para que me revelara como un niño prodigio. Yo seguía viéndome bailoteando sobre una mesa y estrellando la cristalería entre festivos puntapiés, emulando a Esther Williams en una piscina o haciendo malabares con magdalenas, pero la vida, aunque yo no quisiera asumirlo, avanzaba ineludiblemente hacia un tono más grave. Con fortuna, si ese cazatalentos que iba a descubrirme me encontraba, me iba a dar tiempo a hacer apenas una película como estrella infantil; la perspectiva de toda una serie conmigo de protagonista se antojaba imposible, a no ser que las siguientes entregas dejaran atrás la liviandad de la niñez y se adentraran en el terror de los cambios hormonales y la perturbación de la adolescencia. La verdad, los directores de casting se lo perdían, porque no habrían dado jamás con un intérprete tan solícito y versátil como yo: tan estupendo me parecía a mí tomar rumbo a Río y cantar como un pequeño ruiseñor, igual que Marisol o Joselito, que lanzar miradas profundas con la circunspección de Ana Torrent. No distinguía yo entre la comedia y el drama.

Ya había oído que para triunfar debía uno irse a Madrid, y por eso deposité mis esperanzas en mi tío L, que no sólo trabajaba en la capital sino que tenía un puesto importante en Televisión Española y por lo que me contaba mi prima I solía invitar a su casa a Alaska, a Mayra Gómez Kemp y a otras celebridades del momento. Cada vez que tío L nos visitaba, yo sacaba a relucir mi genio y declamaba los implacables diálogos de La casa de Bernarda Alba, o danzaba sin venir a cuento un pasaje de El lago de los cisnes, por si alguno de los chavalitos de Verano azul sufría una baja y en producción necesitaban un reemplazo, o por si Ana Diosdado escribía nuevos episodios de Anillos de oro, o por si la Bruja Avería quería medirse con el nuevo Pablito Calvo… pero mi familiar no comprendía nunca la desesperada llamada de auxilio que se escondía tras aquellos excesos y concluía entre risas, con razón, que aquellas escenas se debían únicamente a mi inestabilidad emocional.

-Qué creativo os ha salido el niño -comentaba él con educación, seguramente deseoso de que aquel Mickey Rooney de pacotilla desapareciera pronto de su vista.

Recuerdo que por aquel entonces alquilamos en el videoclub California Suite, una película de 1978 dirigida por Herbert Ross y compuesta de varios episodios. En uno de ellos, una actriz a la que interpretaba Maggie Smith sufría un ataque de pánico la noche de los Oscar, tras una entrega de premios en la que había estado nominada pero no había ganado. ¡Qué extrañamente reconocido me sentí con ese papel! Yo no estaba casado con Michael Caine (aunque tampoco me habría importado) como le ocurría a su personaje, pero experimentaba en mis carnes la misma vulnerabilidad que esa mujer. ¡Yo también quería ser aplaudido y amado, y que abrieran un sobre con mi nombre y que yo tuviese que subir, sobresaltado y feliz, a recoger un premio! Sí, yo, como admitiría Kate Winslet cuando se hizo con la estatuilla, había ensayado de pequeño mi discurso de agradecimiento frente al espejo mientras en mis manos sostenía un bote de champú. (Y entonces los botes de champú eran familiares y se parecían más a una paletilla que a un Oscar, la verdad).

Estaba perdiendo el tren, la adolescencia se aproximaba y empezaba a ser consciente de ello, pero Dios, que aprieta pero no ahoga, escuchó mis súplicas. Un día abrí el periódico y ahí estaba la noticia. SPIELBERG RODARÁ EN TREBUJENA. Spielberg-rodará-en-Trebujena. Leí varias veces el titular para cerciorarme de que no me engañaba. Mi director favorito, el que me había aterrado con Tiburón, el que me había hecho vibrar con En busca del arca perdida, el que me había emocionado con E.T. el extraterrestre, filmaría a unos kilómetros de mi ciudad. Me habían contado muchas veces la fábula de la lechera, pero yo me puse el cántaro en la cabeza y fantaseé. Spielberg me conocería y se quedaría prendado de mis encantos. Ana Obregón le había preparado una paella, como demostraba una fotografía que ésta divulgaba, y yo, que tenía cierta mano para la repostería, le hornearía un bizcocho.

Sabía -la prensa lo contaba- que El imperio del sol se ambientaba en un campo de prisioneros japonés y que se buscaban figurantes con rasgos orientales o de complexión delgada, que dieran el pego como personas malnutridas. Lamenté que por mi cuerpo no corriera sangre asiática y dejé de comer, para desconcierto de mi familia, que estaba habituada a mi apetito. Pero cuando mis familiares me preguntaban por qué no tenía hambre, yo respondía redicho y arrogante:

-Tengo hambre de éxito. Llevadme a Trebujena, por caridad.

Pero éramos una familia numerosa y mis progenitores no podían gastar demasiado esfuerzo en diseñar la carrera de un niño prodigio que ya apenas era lo primero y que nunca fue lo segundo. Toda la gloria se la llevó el maldito Christian Bale. Cuando más tarde fue Batman, y más tarde ganó el Oscar, yo contemplé su triunfo con irritación: el actor había usurpado un destino que en los sueños había sido mío.

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