Abengoa y la Ley

Los fiscales aprecian indicios de delitos y sorprende el descaro con el que se actuó, con una actitud rayana a la impunidad

Los fiscales de Sevilla, como antes un juez instructor de la Audiencia Nacional, han advertido indicios de comisión de graves delitos en Abengoa desde 2016, especialmente durante el periodo en el que la empresa estuvo dirigida por Gonzalo Urquijo y sus consejeros: Manuel Castro Aladro, José Luis del Valle Doblado, José Wahnon Levy, Ramón Sotomayor Jáuregui, Pilar Cavero Mestre y Josep Piqué Camps. Pero también lo extienden a la actual gestión del presidente de la multinacional, Juan Pablo López-Bravo Velasco, a quien también piden que se investigue, de momento por el Juzgado 8 de Sevilla, aunque consideran que debe pasar a uno de los de Instrucción Central de la Audiencia Nacional, que es la competente en casos en los que se supone una macroestafa, en este caso a miles de accionistas.

El escrutinio intenso que de lo acontecido en Abengoa hemos hecho en este periódico demuestra que hay materia al menos para investigar el vaciamiento de la matriz hacia la filial operativa, las condiciones exactas de las refinanciaciones que más parecen pensadas para asegurar a los acreedores cuantos más recursos mejor y no para el reflotamiento de la compañía que fundasen en 1941 en Sevilla Javier Benjumea Puigcerver y José Manuel Abaurre Fernández-Pasalagua junto con tres amigos y otros familiares.

Los fiscales, con precisión penal, aprecian indicios de un delito de administración desleal, un delito contra el mercado, un delito societario, y un eventual delito de estafa en la querella iniciada por las familias fundadoras.

Aunque el pleito va para largo y originará ríos de tinta durante años, sorprende el descaro con el que se ha actuado, supuestamente engañando al mercado, y la actitud de los gestores, pasados y actuales, rayana a la impunidad. Es como si se supiesen protegidos por un poder superior.

Llama la atención, además, la facilidad con la que retuercen la Ley para impedir la elección de administradores ya respaldados por los accionistas, estirar o acortar plazos a su conveniencia, usar las figuras concursales para vetar la vida societaria o, como el último ejemplo, inscribir en el Registro lo que conviene sin cumplir las obligaciones que se exigen a los administradores de una sociedad, y más de una cotizada.

Poco a poco, con una lentitud desesperante y alguna complicidad inexplicable, los poderes públicos empiezan a reaccionar contra el secuestro al que han sometido los acreedores a la empresa durante cuatro años de concurso encubierto. Confiemos en que, aunque con retraso, reguladores, fiscales y jueces cumplan con su deber y saquen la verdad a la luz. Caiga quien caiga.

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