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¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Adiós a don Juan Carlos

Sólo una sociedad enferma no sabría reconocer lo feliz que ha sido para España el reinado de Juan Carlos I

La abdicación de don Juan Carlos ahorró a los españoles esa estampa tan triste que es un príncipe viejo. A un infante siempre lo imaginamos grácil y esbelto, mozo e ilusionado, con media melena, jubón, calzas y una daga en la cintura, y don Felipe ya hacía tiempo que había perdido la inocencia de sus años de guardiamarina (gracias a Dios, por otra parte). El reino se ha librado de tener una figura trágica como el príncipe de Gales, elegante hasta la desesperación mientras ve que sus hombros apenas tendrán el vigor necesario cuando les toque aguantar el armiño. Nuestro Borbón restaurado nos libró de ese espectro melancólico que es el eterno aspirante, de los susurros cortesanos en los oídos del heredero: "Alteza, su padre ya está mayor…". La abdicación de don Juan Carlos (larga vida) desactivó también el rosario de escándalos y desvaríos que algunas cloacas privadas (no todas están en el Estado) ya tenían preparado para abollar en lo posible el prestigio de la Corona.

El proceso de sucesión, ya se sabe, fue un éxito gracias a que el bipartidismo mostró su mejor cara en un momento en el que el trineo de la Corona fue acechado por no pocos lobos. Aun así se cometieron errores. El más importante fue el de mantener una cierta presencia institucional del Rey emérito, lo que provocó algún que otro encontronazo en el mismo seno de la Familia Real, como el que se produjo cuando el emérito no fue invitado al acto de celebración en las Cortes por el cuarenta aniversario de las elecciones del 77. Fue algo innecesario e injusto, pero inevitable en una fórmula que fomentaba el choque de egos y cetros. A Juan Carlos I le faltaba su Monasterio de Yuste, adonde se retiró Carlos V cuando decidió renunciar a la pompa y la vanidad del poder. Aun así, el de Gante recibió alguna filípica de su heredero por el mucho gasto en ostras escabechadas. En fin, la ingratitud de los hijos.

Ahora, el Rey emérito se retira definitivamente de la vida pública y lo único que podemos hacer es desearle un buen y merecido descanso. En la balanza de Osiris pesará mucho más lo bueno que lo malo. Su reinado ha sido uno de los más prósperos de la historia de España y sólo una sociedad enferma no sabría reconocerlo. Don Juan Carlos podría haber sido un santo, y no lo fue; se limitó a dirigir con éxito el complicado salto mortal que fue la Transición y a asentar en la estruendosa España una democracia a la sueca. Una minucia, al parecer.

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